ELOGIO
DEL MAESTRO EN TIEMPOS DIFÍCILES (1).
POR: WILLIAM OSPINA
Tal
vez no hay un ser más fascinante que el maestro.
Cada
quien en el mundo recuerda al menos uno que lo alumbró en la vida, que le ayudó
a descubrir sus talentos, que supo leer lo que venía escrito en su ser desde el
comienzo y lo orientó a seguir una disciplina, escoger una profesión, trazarse
un destino.
Esos
seres generosos y reveladores tienen unas características comunes, y quizá la
principal es la capacidad de descubrir el talento, de escuchar lo que
verdaderamente dice el que habla, y descifrar, por las palabras o por los
signos, la originalidad de un destino.
Ser
profesor es trasmitir a 20 o 30 personas un mismo mensaje, ser maestro es
comprender que cada una lo recibe desde una sensibilidad distinta, desde una
inclinación particular, y por ello exige una relación singular. En esa medida
puede ser afortunado el que cuenta con un maestro personal, como Alejandro con
Aristóteles, o Diógenes con Antístenes, de modo que el discípulo termine siendo
la principal lección del maestro.
Es
fácil asociar la curiosidad universal de Aristóteles, su deseo de abarcar con
la mente todas las cosas, con el avance asombroso de su discípulo apoderándose
físicamente de todo el mundo conocido. Ello nos lleva a pensar que todas las
cosas del maestro pueden ser magnificadas por los discípulos, incluso sus
errores. Pero nos hace considerar otro elemento de la educación: está bien que
un maestro enseñe lo que sabe, pero si procede de un modo inflexible también
corre el riesgo de enseñar lo que no sabe o de imponer lo que cree saber.
Bueno
es tener la voluntad entusiasta de saber que tenía Aristóteles, pero también es
bueno poseer la tremenda capacidad de dudar que tenía Descartes, y puede
decirse que nuestra época, con sus conquistas y sus peligros, es menos hija de
la certeza que de la incertidumbre. Para llegar a saber lo que sabemos tuvimos
que arrojar por la borda muchas verdades que creíamos firmes como pirámides.
La
iglesia rechazó con indignación la tesis de Galileo según la cual la tierra
giraba alrededor del sol, porque teníamos pruebas suficientes de que eso no
podía ser. La primera prueba eran la tradición y la ley: la tierra era el
centro del universo, aquí había venido Dios, aquí reinaba el papa; pero la
segunda prueba era la física evidencia. Todos podíamos ver con nuestros ojos
que cada día el sol salía por el oriente y se ponía por el occidente: el sol
pequeño y ardiente giraba alrededor del mundo.
Para
aceptar a Galileo teníamos que dudar de la tradición y dudar también del
testimonio de nuestros sentidos: era mejor quemar a Galileo, o exigirle que se
retractara de su tesis. Él hizo lo que haría cualquier buen italiano: “¿Quieren
que me retracte? Está bien: me retracto. No voy a poner la mano en el fuego por
esa verdad. Si ustedes quieren creer que el sol gira y la tierra está fija,
créanlo”. Y añadió, tal vez con una arriesgada sonrisa: “Pero que se mueve se
mueve”.
Para
acceder a la verdad había que enfrentarse a la tradición, a la autoridad, pero
también a la evidencia de los sentidos. Y hay que ver cómo cambió el universo:
ahora nada está quieto, todo se mueve tanto que todos aquellos jueces se
marearían, bajo la risa eterna de Galileo. La verdad es como un sol, es difícil
mirarla de frente. Tal vez por eso todos tratamos de ver, como decía San Pablo,
“por espejo y en enigma”.
No
todo el mundo encuentra en la vida los maestros que necesita. Pero por fortuna
los maestros abundan, aunque nunca se sepa con certeza dónde están. A veces en
el sistema escolar, a veces en el hogar, a veces resultan serlo nuestros
amigos, y hasta puede resultar un gran maestro ese desconocido que pasa por la
calle y suelta una frase que nos deja pensando. No sólo existe la academia: el
mundo es esa gran escuela donde de pronto la revelación nos asalta. Todos
sabemos de qué manera tan hermosa y frecuente la educación nos espera en los
libros, donde, como decía Borges, uno puede encontrar no sólo a sus maestros
sino a sus mejores amigos.
Pero
los maestros pueden ser incluso más secretos que los libros mismos. Uno de los
grandes sabios de Alemania, Friedrich Hölderlin, dijo que a él no lo habían
educado las escuelas sino el rumor de las arboledas. Y añadió: “Yo entendía el
silencio del Ether, las palabras del hombre nunca las comprendí”. La generación
que llamamos romántica emprendió una gran rebelión contra la educación
tradicional, que estaba petrificada en las academias, y se lanzó a aprender de
la naturaleza y de los azares de la experiencia. Pero lo cierto es que lo
sabían todo de la tradición: por eso fueron capaces de rebelarse contra ella.
El
siglo XVIII otra vez quiso abarcarlo todo, arrojar luz sobre todas las cosas,
recoger en una gran Enciclopedia la suma de los conocimientos. Por eso las
nuevas generaciones tuvieron información suficiente para entender que la razón
no lo sabía todo, que el peso de la Enciclopedia podía ser aplastante; les
pareció entender de otro modo que “la letra mata y el espíritu vivifica”, y se
lanzaron a vivir la vida. La consigna se las había dado un personaje de Goethe,
Wilhelm Meister: “Acuérdate de vivir”.
Hace
poco, escribiendo una novela sobre la noche en que nacieron en una misma casa
Frankenstein y el Vampiro, comprendí cómo se dio esa rebelión romántica. Kant
fue el faro del racionalismo, con él la razón se apoderó del mundo. Era el
Siglo de las luces, el siglo de las revoluciones, cuando Goethe declaró que
“leer a Kant era como entrar en una habitación muy bien iluminada”. Entonces,
tercos y geniales, un grupo de adolescentes se encerró en todo lo contrario: en
una habitación en tinieblas, en la noche más oscura de los últimos tiempos y en
un invierno pavoroso que cubría el mundo, y dejó brotar los monstruos de la
imaginación.
Quiero
decir que son grandes maestros los que abarcan todo el saber y transmiten toda
la tradición, pero que también son grandes maestros los que critican esa
tradición y los que se rebelan contra ella. En los momentos claves de la
historia se cruzan esos jóvenes con miradas de ancianos y esos ancianos con
alma de niños, y desbaratan el mundo.
Es
necesario que existan academias rigurosas e instituciones venerables, pero no
para arrodillarse ante ellas sino para polemizar apasionadamente con ellas. Lo
que alguna vez fue nuevo y asombroso, las verdades que sorprendieron, las
disciplinas que renovaron, las teorías que reinventaron el mundo, todo está en
esas academias y en esas instituciones. Lo que no cabe en ellas es lo que es
nuevo ahora, lo que ahora es desconcertante, necesario, transformador y
paradójico.
17
SEP 2016 - 9:00 PM. Tomado de www.elespectador.com
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