martes, 23 de junio de 2020

La crisis total, en busca de la esperanza sin optimismo

La crisis total, en busca de la esperanza sin optimismo

Se acentuarán políticas proteccionistas y restricciones al movimiento de capitales, tecnología, recursos, mano de obra, información y conocimiento.

Enoch Adames / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Pese a las grandes incertidumbres que genera la crisis que nos aplasta, tiene su racionalidad. Se mueve en distintos niveles y espacios; y se desarrolla con diferentes lógicas. Es lo que llamaríamos una crisis total. La importancia de esta aproximación no solo tiene relevancia académica (teórica), también es de la mayor transcendencia para el análisis sociopolítico, y para la acción intencionada. Para ello es necesario construir la perspectiva adecuada, ya que la crisis por su naturaleza multidimensional se expande en una temporalidad que hace confusa su comprensión.

Una frase que sintetiza el momento actual la elaboró el teórico italiano de la política Antonio Gramsci, al expresar que la crisis surge justamente cuando: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Acertada frase que nos permite dar cuenta de que en épocas de grandes cambios –cambios de transición–, la historia en construcción da lugar a grandes acontecimientos que por su naturaleza son de caos e incertidumbre. También de altruismo y perversión.

La crisis total

La crisis pandémica del Covid-19 no solo ha tenido consecuencias sociales; ha afectado a diversos sectores, tanto de las economías a nivel mundial, como local. Componentes enteros de la producción, circulación y consumo han sido impactados. Cadenas enteras de suministros, transportes aéreos y marítimos se han visto drásticamente reducidos.

Sobre lo político, la pandemia ha puesto sobre la mesa la cuestión de la eficacia de nuestras instituciones, como también las políticas públicas que viabilizan el accionar del Estado con la sociedad. Ha hecho crujir todo el sistema de participación-representación en que descansan las mayorías de nuestros sistemas políticos o regímenes de gobierno. Sus partidos políticos se han visto sobrepasados, por burocráticos e inoperantes.

De ahí que la crisis nos proporcione la perspectiva del papel del Estado en esta coyuntura, mostrando que una cosa son las retóricas neoliberales del estado mínimo y otra cosa son las realidades sociales y comunitarias. La sociedad civil, su nivel asociativo o autorganización pueden ser referentes muy importantes en la capacidad de movilización ciudadana en momentos de desastres. Sin embargo, cuando se trata de una catástrofe de las dimensiones del Covid-19 (soporte institucional, concentración de recursos, organización y traslado del personal sanitario, etc.), es el Estado el que sale al frente, no el mercado. No hay espacio público o privado que haya escapado a los efectos disolventes de la pandemia.

La crisis en niveles

Un recuento de los niveles de complejidad en que se desenvuelven nuestras sociedades, dará cuenta de la naturaleza sistémica de la crisis:

-Abate el espacio doméstico (la casa, la familia, la “parentela”), espacio privado por excelencia, desarticulando su componente afectivo emocional; también el de la reproducción de la vida material doméstica.

“Están convergiendo factores de una complejidad nunca vista, en una transición que tiene toda la forma de una 'tormenta perfecta' y que nos pone en una bifurcación de hierro: o nos salvamos todos o nos hundimos todos”.

-Atraviesa el espacio de la producción-circulación (la fábrica, la empresa, el comercio), lugar de las relaciones capital-trabajo, desarticulando los aspectos formales y relativamente estables de esa relación: desempleo masivo.

-Aplasta el espacio del mercado y del consumo, esfera del “cliente-consumidor”, reduciendo el acceso a bienes y frenando drásticamente la llamada “demanda efectiva” de la economía, llevándose por delante la actividad informal.

-Arrasa con el espacio comunitario (ámbito de lo popular, lo étnico, la clase), que se expresa en la calle, en el barrio, en el gueto, en el corregimiento, la región, atomizando las relaciones sociales y disolviendo tradiciones festivas familiares sociales y comunitarias.

-Comprime el espacio asociativo, el de los sindicatos, gremios, asociaciones, “partidos”, movimientos, donde el ciudadano afirma diversos intereses. Comprime porque atomiza a sus integrantes, recluyéndolos en espacios domésticos.

-Y por último, crea condiciones para una redefinición de hegemonías y espacios de poder de naturaleza geopolítica en el ámbito del llamado sistema-mundo, donde se articulan de manera combinada y desigual los Estados-nación.

El sombrío pronóstico

Nouriel Roubini, economista y profesor de la Universidad de Nueva York (NYU), tiene el mérito de haber predicho el colapso financiero global de las  hipotecas en Estados Unidos, a raíz de la caída de Lehman Brothers en 2008. A juicio de N. Roubini, estamos en el escenario de una recesión mucho más profunda que la que impulsó la llamada “burbuja inmobiliaria” de 2008. Debido a la gravedad de la crisis, N. Roubini identifica 10 amenazadoras tendencias que por su peligrosidad pueden crear esta “Gran Depresión”.

-Se relaciona con el déficit, deuda e incapacidad de pago (default) que la emergencia del Covid-19 va a producir. Será el enorme déficit fiscal, más la insolvencia de ingresos en hogares y empresas a nivel privado, que se harán insostenibles.

-Hace referencia al incremento del gasto público de los sistemas de salud (sanitarios) y la presión hacia una cobertura médica universal y de otros bienes públicos.

-Se vincula con la creación de un inmenso excedente en los mercados de bienes (máquinas y capacidad productiva no utilizada) y mano de obra (desempleo a gran escala). Es el derrumbe de precios de materias primas (el petróleo, entre otros) y metales preciosos.

-Se identifica con la pérdida de valor de la moneda y el aumento de las tasas de interés, resultado de la “inmensa acumulación de deudas”. A esto se suma un acelerado proceso de “desglobalización acelerada y de un renovado proteccionismo”.

-Se expresa en el brusco y determinante salto hacia la digitalización y la automatización de la economía en general, donde millones de individuos perderán el empleo o trabajarán con menores remuneraciones. A este nivel, N. Roubini predice la profundización de las grandes disparidades de ingresos y riqueza de la economía del siglo XXI.

-El proceso de desglobalización: se impondrá como resultado de la crisis de la pandemia, un fuerte proceso –ya en marcha– hacia “la balcanización y la fragmentación”. Se acentuarán políticas proteccionistas y restricciones al movimiento de capitales, tecnología, recursos, mano de obra, información y conocimiento.

-Tendencia de un contenido político cultural. A juicio de N. Roubini, se producirá una avanzada antidemocrática que tendrá como caldo de cultivo el desempleo y la desigualdad a gran escala. La xenofobia y el autoritarismo prenderán en sectores medios y de trabajadores. La restricción a la migración será parte de la retórica dominante.

-La intensificación del enfrentamiento geoestratégico entre EE.UU. y China.

-Además de una escala de guerra fría que involucrará a EE.UU. y China; pero alcanzará también a Rusia, Irán y Corea del Norte.

-Por último, la crisis medioambiental de la cual el Covid-19 es resultado. Cambio climático, desastres producto de la acción humana, abuso de los sistemas naturales. Todo como consecuencia de la interconectividad de un mundo globalizado, que causan más daño que una crisis financiera.

Corolario final

Están convergiendo factores de una complejidad nunca vista, en una transición que tiene toda la forma de una “tormenta perfecta” y que nos pone en una bifurcación de hierro: o nos salvamos todos o nos hundimos todos. Sin embargo, el cambio tendrá que hacerse desde una política que, a diferencia de un optimismo basado en la fe, deberá estar fundada en la esperanza, que solo el conocimiento científico de la realidad nos permitirá transformarla.

*El autor es sociólogo. Académico de la Universidad de Panamá.

Pandemia y condición humana

Pandemia y condición humana

Hoy, en los albores del tercer milenio, la humanidad descubre  con estupor que la madre Naturaleza nos lanza una severa  advertencia señalándonos que estamos caminando sobre los linderos del abismo de una autodestrucción irreversible, que  podríamos calificar, con el filósofo Karl Jaspers, como una “situación límite”.

Arnoldo Mora  Rodríguez / Para Con Nuestra América

Las secuelas que está teniendo - y que está lejos de haber terminado - esta pandemia,  nos permiten desde ya concluir que es el evento histórico  con que ha dado inicio el tercer milenio de nuestra era; nada ha quedado lo mismo después de este siniestro terror, que ha sacudido hasta los últimos rincones del planeta; el temor a la muerte está logrando lo que el amor a la vida no había hecho hasta el presente: unir a la humanidad en su toma de conciencia de igualdad, uno de los rasgos esenciales que caracteriza lo que se suele entender por DEMOCRACIA. Ya el gran escritor y pensador francés André Malraux decía que los acontecimiento más importantes y significativos en la vida, como es el haber nacido y el tener que morir, convertían la existencia  humana en destino, significando con ello que, frente a estos dos hechos que constituyen la matriz de lo que él llamaba “la condición humana”, no somos libres.

El drama que actualmente  vive el homo sapiens con la propagación planetaria del coronavirus, al sentirse que ha sido despojado de la corona  que hasta entonces ostentaba  sin conteste y, por el contrario,  tratando con menosprecio al resto de los seres vivos de la tierra,  ha puesto en evidencia hasta qué punto seguimos siendo dependientes de la madre Naturaleza y sus estrictas normas. Hasta ahora la humanidad había identificado historia  y violencia; el origen mismo de la humanidad se había dado debido a un  matricidio y no a un parricidio como Dostoievski  y Freud lo habían proclamado, del cual se llegó  a un fratricidio, perpetrado por el hijo de la primera pareja que dio origen al homo sapiens, como consta en las primeras páginas del Génesis. Lo que desde entonces hemos hecho sus descendientes, no ha sido escribir las páginas de la historia, tanto con las letras de oro de nuestras proezas, como con la sangre de nuestros crímenes. 

Hoy, en los albores del tercer milenio, la humanidad descubre  con estupor que la madre Naturaleza nos lanza una severa  advertencia señalándonos que estamos caminando sobre los linderos del abismo de una autodestrucción irreversible, que  podríamos calificar, con el filósofo Karl Jaspers, como una “situación límite”. Es demostrando su capacidad de asumir creativamente, es decir, generando vida y no muerte, que la humanidad deberá demostrar a su progenitora,  que se ha ganado el derecho a seguir caminando erguida en este planeta. Pero para ello, deberá usar el poder casi infinito que ha logrado gracias a la  ciencia y a la tecnología, poniéndolo al servicio de la vida y no amenazando con el terror de la muerte que, no lo olvidemos, también alcanzaría a quienes la promuevan. Es desde este punto de vista lo que, dentro del contexto actual, se debe  entender por DEMOCRACIA. El acontecimiento fundante de la edad contemporánea ha sido la Revolución  Francesa (1789), que trasformó la historia universal al grito de LIBERTÉ – ÉGALITÉ – FRATERNITÉ; pero hasta ahora sólo hemos  tenido como meta poner en  nuestra práctica política  la primera consigna, haciendo caso omiso con demasiada frecuencia y de manera aberrante, de las otras dos. Todos los seres humanos nacimos  y nunca debemos dejar de ser iguales (Rousseau); todos los hombres debemos tratarnos siempre como  hermanos ( Schiller –Beethoven). 

Un virus que, intempestivamente, brotó  en un remoto rincón del planeta, ha puesto de rodillas incluso a los países más poderosos y a sudar la gota gorda a todos los científicos en laboratorios dotados de las más avanzadas tecnologías; todo con el fin de lograr una vacuna en un tiempo record que, ese es su objetivo, servirá  para protegernos de la  actual pandemia,  provocada por la mutación de un coronavirus. Pero lo que convierte este drama en  un trágico destino para la humanidad, es que no pocas voces muy calificadas prevén que, en  el próximo decenio, surgirán otras mutaciones de coronavirus que provocarían pandemias quizás peores que la actual; por lo que es imperativo crear otra  especie de vacuna.   

Para hacer frente exitosamente a esa omisa eventualidad,  en lo personal pienso que el control de las mutaciones del virus es la única  posibilidad de sobrevivencia que tiene el homo sapiens; lo cual sólo se daría si la ciencia logra dar un salto cualitativo en el ámbito epistemológico en el desarrollo de las ciencias básicas. Hasta ahora, los últimos y notables avances de la medicina, en su humanitario y exitoso intento por salvar vidas, se ha basado  fundamentalmente en dos ciencias duras y sus aplicaciones tecnológicas, a saber, la biología y la química, especialmente en ésta última desde que se descubrió el ADN; con ello la ciencia logró el portento de  penetrar en los fundamentos químicos de la vida; ahora debe dar el salto a la física cuántica, esto es, a la física de lo infinitamente pequeño, si el homo sapiens espera y desea  librarse de nuevas y cada vez más deletéreas pandemias, todo  con el fin no  sólo de combatir las mutaciones cuando éstas se hayan dado, sino evitando que se den, es decir, logrando controlar la capacidad de mutar del coronavirus; lo cual sólo se logrará, insisto, si se profundiza en la investigación de la propiedades específicas de la materia protoplásmica mediante el recurso a la física cuántica y sus aplicaciones en la nanotecnología… Todo lo cual está por verse (quod est demonstrandum, como dirían los filósofos  de la escolástica medieval). En todo caso, pienso que Malraux seguiría teniendo la  última  palabra en torno a los enigmas de la existencia humana.

A propósito del derribo de estatuas

A propósito del derribo de estatuas

A raíz de la revitalización del movimiento antirracista, primero en los Estados Unidos y luego en Europa, han sido derribadas estatuas de personajes asociados al colonialismo, la esclavitud y el racismo. El mismo venerado Cristóbal Colón ve amenazada su permanencia en los monumentos que se le han levantado en España, en donde constituye junto a los Reyes Católicos elemento central del nacionalismo oficial español.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica


Algunos intelectuales estadounidenses, como el profesor de la Universidad de Kansas, David Farmer, consideran que se está llegando a un momento de inflexión en su país porque “decenas de millones, si no cientos de millones, de estadounidenses se plantean preguntas fundamentales sobre qué hacemos con los aspectos desagradables y, seamos francos, incluso inmorales, de nuestro pasado".
  
Esto, que en América Latina hemos conocido como el “revisionismo histórico”, es un proceso de larga data. Por ejemplo, la historiadora uruguaya Lucía Sala de Tourón, abanderada de lo que en su país se denominó la corriente del revisionismo histórico, decía en 1996, pero lo practicaba desde mucho antes, que: “la historia siempre se revisa (…). Y además, un campo especial es la revisión de los héroes en general en toda América Latina y también fuera de ella”, añadiendo que, como “la historia ha tenido siempre un peso ideológico muy grande”, esta se transforma en un campo en disputa.

Con ese espíritu, con motivo de la conmemoración de los 500 años de la llegada de los europeos a nuestro continente se desplegó un amplio movimiento revisionista, que en primer lugar exigió que a tal conmemoración no se le denominara celebración del descubrimiento puesto que, desde una perspectiva americana, el descubrimiento solo lo había sido para los europeos y no para los habitantes originales de estas tierras y, en segundo lugar, esa llegada había originado uno de los más grandes genocidios de la historia de la humanidad, lo cual no era un hecho que debiera celebrarse. 

En nuestros días tenemos otras muestras elocuentes de lo dicho por Sala de Tourón. Recién hemos asistido a la polémica en torno al papel de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial y su protagonismo en la derrota del fascismo. Hay una corriente revisionista, de signo conservador, que pretende atribuir la victoria sobre la Alemania hitleriana principalmente a los Estados Unidos e Inglaterra, relegando a un segundo o tercer lugar a la antigua URSS.

No cabe duda, entonces, que la historia y la memoria son campos en permanente disputa, y el derribo de estatuas es una de sus manifestaciones, un fenómeno seguramente tan antiguo como la humanidad. Ya en las ciudades mayas del siglo IX, por ejemplo, encontramos huellas de mutilación de monumentos, estelas golpeadas con piedras, seguramente como expresión del descontento con las fechas ahí consignadas; alto relieves pétreos golpeados, altares y monolitos desplazados de su sitio y sepulturas saqueadas, que arqueólogos y antropólogos consideran que pueden haber sido devastados en sublevaciones campesinas u otro tipo de levantamientos contra las clases dominantes.

Así que no hay que extrañarse que, ante los abusos cometidos recientemente contra los afroamericanos en los Estados Unidos, explote el cúmulo de resentimientos represados por siglos. 

Lo que si deberíamos recordarle a los estadounidenses indignados, esos que derriban monumentos, es que en su industria cultural, que seguramente consumen gozosamente en sus casas en estos tiempos de pandemia cuando vuelven de derribar estatuas, domina una presentación sesgada, racista, humillante y tergiversada no solo de América Latina sino en general de los países del sur global. En ella, aparecemos como tontos, cobardes, ignorantes, sucios, violentos, corruptos, feos, prostituidos y desleales, y hechos centrales de nuestra historia son desfigurados para que los Estados Unidos y los estadounidenses aparezcan como héroes impolutos que salvan al mundo y a nosotros de nosotros mismos. 

Nosotros, atentos, estaremos observando cuándo se dan cuenta. 

Derechos laborales debilitados

Derechos laborales debilitados

En el marco de las reformas laborales neoliberales, los derechos tradicionales de los trabajadores han sido debilitados o abiertamente liquidados, y sus organizaciones recluidas al ámbito defensivo y a la protesta. En cambio, las consignas empresariales, a través de sus grandes gremios clasistas, han sido agresivas y proactivas. 

Juan J. Paz-y-Miño Cepeda / www.historiaypresente.com

En varios artículos he destacado que la Constitución Mexicana de 1917 inauguró los derechos laborales, que en años posteriores se reprodujeron en otros países latinoamericanos. Fueron un avance frente a los derechos individuales (civiles y políticos) alcanzados por los liberales y radicales durante el siglo XIX, e implicaron la atención del Estado a la cuestión social, un asunto típico del desarrollo del capitalismo en el mundo.

Uno de los principios rectores de esa legislación social fue el pro-operario (pro-laboro), de acuerdo con el cual las leyes tienen que garantizar, ante todo, los derechos de los trabajadores. Los ministerios del trabajo fueron establecidos para eso, y los gobiernos deben proteger a la clase trabajadora, porque los propietarios del capital siempre tienen un sólido poder, tanto por concentrar los medios de producción, como por depender de ellos la contratación de seres humanos que, sin las garantías laborales, estarían sujetos a las condiciones impuestas por los empresarios o patronos e incluso a su arbitrariedad. Al menos ésta es la teoría, que todo jurista supuestamente conoce bien.


Gracias al desarrollo de la legislación laboral, los trabajadores gozan de una serie de derechos fundamentales: contrato individual, salario mínimo, jornada máxima, recargos sobre horas extras, sindicalización, huelga, contrato colectivo, seguridad social, descansos obligatorios, protección a la maternidad y a las mujeres trabajadoras, prohibición del trabajo infantil, indemnizaciones por despido, indemnizaciones por accidentes y enfermedades profesionales, reparto de utilidades.

Esa amplia gama de derechos siempre ha molestado a las clases capitalistas latinoamericanas. Desde que se consagraron, fueron atacados de “comunistas”. Y los gobiernos pro-empresariales nunca han sido capaces de protegerlos ni promoverlos. En la historia latinoamericana incluso han existido momentos dramáticos de avasallamiento de los derechos laborales, como ocurrió con las dictaduras militares terroristas del Cono Sur a partir de la década de 1970, cuando se impuso a los trabajadores la fuerza del Estado para sujetarlos al poder directo de las burguesías internas, fueron perseguidos los sindicatos, y asesinados o desaparecidos los dirigentes obreros y sociales, en un afán indiscriminado del irracional anticomunismo de la época por acabar con los marxistas y toda izquierda.

Más fuerza histórica anti-laboro que las dictaduras militares adquirieron las consignas de la ideología neoliberal introducidas en América Latina durante las dos décadas finales del siglo XX. No se impusieron por la brutalidad anticomunista, sino de la mano del capital transnacional, las instituciones mundiales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y las políticas pro-empresariales de variados gobiernos latinoamericanos, que hicieron suyas las creencias sobre el mercado libre y desregulado, la empresa privada como eje del crecimiento económico, el achicamiento del Estado junto con la privatización de bienes y servicios públicos, la reforma tributaria, así como la precarización y flexibilización del trabajo.
 
En el marco de las reformas laborales neoliberales, los derechos tradicionales de los trabajadores han sido debilitados o abiertamente liquidados, y sus organizaciones recluidas al ámbito defensivo y a la protesta. En cambio, las consignas empresariales, a través de sus grandes gremios clasistas, han sido agresivas y proactivas. 

La crisis económica ocasionada por la pandemia del coronavirus ha sorprendido a una América Latina hegemonizada por gobiernos pro-empresariales y neoliberales. En consecuencia, las capacidades estatales ya se hallaban afectadas y, además, tanto el desempleo como el subempleo habían crecido en la región. Por ello América Latina ha debido afrontar la pandemia en condiciones diferentes a países como los europeos o Canadá, donde han sido mayores las posibilidades de atención social y especialmente en salud, porque, a pesar de que en todos fueron rebasadas las instalaciones y los servicios, se contaba con políticas, instituciones y programas desde el Estado, además de que fueron canalizados enormes recursos emergentes para afrontar la crisis.

Nada raro ha resultado que América Latina (y los EEUU) pase a ser la región donde la expansión del coronavirus se volvió en el nuevo centro mundial. Se esperaba que los gobiernos advirtieran los límites que imponían las visiones exclusivamente empresariales, a fin de enfocar la atención a los trabajadores, para garantizar sus empleos, preservar sus derechos y evitar el derrumbe de sus condiciones de vida. Pero eso no ocurrió en la mayoría de países. Y el caso de Ecuador luce como ejemplo internacional no solo de las debilidades para enfrentar la crisis sanitaria (
https://bbc.in/3hpDi13https://bit.ly/37sL0Tw), sino también de cómo se ha perdido el sentido y orientación del principio pro-operario, para suplantarlo con el simple principio pro-empresarial como camino de solución hacia el futuro (https://bit.ly/3e2lMOj). Las reformas laborales que se plantearon aún antes de la crisis y las que han surgido aprovechando precisamente de la cuarentena, dan cuenta de la adopción de fórmulas que agravan los problemas del empleo, el subempleo y la flexibilidad laboral (https://bit.ly/3d3miua).

Son varias las medidas propuestas: el acuerdo con el FMI ha previsto la “urgencia de la reforma laboral” e incluye la “reducción de la masa salarial” en el Estado (
https://bit.ly/2Y10dIx); han sido despedidos miles de trabajadores públicos y también del sector privado; se plantea el teletrabajo hasta por 12 horas, rompiendo con el concepto de jornada máxima de 8 horas; se introduce el contrato emergente que puede realizarse hasta en 6 días, liquidando el descanso obligatorio de sábados y domingos (incluso se establece que el descanso solo será de 24 horas consecutivas) y que, además, puede durar un año, prorrogable por otro, afectando así la estabilidad laboral y prolongando más allá de la crisis sanitaria una fórmula contractual que supuestamente debía ser solo por la emergencia; aunque se conserva el salario básico y los salarios sectoriales, se introduce el “acuerdo bilateral” entre el empleador y el trabajador, para reformar las condiciones económicas del contrato y que, en adelante, regirá por sobre cualquier otro acuerdo o disposición (fórmula que liquida el contrato colectivo), lo cual implica revalorizar el peso que tendrán los capitalistas al momento de la negociación con los trabajadores individualizados (https://bit.ly/2UGZydchttps://bit.ly/30DVGNN).
 
Las organizaciones de trabajadores han cuestionado las reformas y han realizado jornadas de resistencia y protesta, a pesar de la cuarentena. Sin embargo, su debilidad clasista y su limitada representatividad, debida a las posiciones asumidas durante los últimos tres años por dirigencias orientadas por su tradicionalismo ideológico y político, no han adquirido la fuerza social suficiente para provocar la reversión de las medidas propuestas. Lo mismo ha ocurrido con las izquierdas tradicionales, cuyas cúpulas han frustrado, desde hace décadas, las expectativas de que sus partidos sean alternativas políticas. Y con ello, la sociedad ecuatoriana se encuentra en condiciones adversas para afrontar la arremetida neoliberal. 

También están en la mira los cálculos políticos para las elecciones presidenciales del 2021, aunque hay sectores que confían en el triunfo sobre la hegemonía derechista en el país. Al menos por el momento, no es posible imaginar un escenario esperanzador para la restitución plena de los derechos laborales y la restauración del principio pro-operario como eje de las relaciones obrero-patronales. Pero la crisis también ha servido para una silenciosa acumulación de fuerzas ciudadanas que están cansadas de la corrupción y de la conducción actual del Estado. Luce como una bomba de tiempo. 

martes, 9 de junio de 2020

Justicia y solidaridad

Justicia y solidaridad

Gustavo Pereira 

07/06/2020
En los últimos tiempos hemos visto reaparecer el orgullo de los uruguayos por su solidaridad, la preocupación por quienes están en una situación desventajosa despierta la ayuda de buena parte de nuestra sociedad. Seguramente sentimientos morales como la compasión y la piedad, son los que nos mueven a organizar una olla popular o a recolectar alimentos para quienes están siendo afectados por circunstancias inmerecidas y que los colocan al borde de lo que ninguna persona debería padecer. Sin embargo, las sociedades democráticas para proteger a sus ciudadanos de circunstancias inmerecidas tienen otra herramienta mucho más potente: la justicia.
Justicia y solidaridad son dos conceptos normativos centrales de la vida de las sociedades democráticas. Ambos conceptos, sin embargo, tienen un alcance diferente e implican también compromisos diferentes.
La justicia consiste en otorgarnos mutuamente cargas y beneficios que resultan de la cooperación social, es decir, todos nos beneficiamos y obtenemos ventajas de la vida en sociedad, pero como contraparte de ello debemos contribuir a la misma. La solidaridad es un concepto con bordes más borrosos que la justicia, pero puede presentársela como el interés en los resultados de las vidas de personas con las que se comparte un círculo de pertenencia, lo que puede ir desde pertenencias familiares, barriales o comunitarias, a las de mayor alcance como la sociedad o toda la humanidad.
En ambos casos justicia y solidaridad implican compromisos con los otros, pero en el primero esos compromisos se convierten en deberes que son garantizados por el Estado, mientras que en el segundo el compromiso puede ser asimilado a una ayuda voluntaria, algo que no puede ser obligado o exigido. La solidaridad nos llama a actuar en beneficio de aquellos que sufren circunstancias inmerecidas y por ello es sumamente importante para la vida social, pero no nos obliga como sí lo hace la justicia; la solidaridad puede cesar por nuestra propia voluntad, pero la justicia no.
Seguramente estas diferencias de alcance son las que hacen que las gremiales agropecuarias y muchos empresarios de nuestro país, en estos momentos de crisis sanitaria y social se sientan muy cómodos en el espacio de la solidaridad, pero no en el de la justicia. Es bastante simple y calma la conciencia moral el donar alimentos para ollas populares[1] o canastas[2] para los sectores más vulnerables, pero es bastante más difícil asumir una contribución a través de la estructura impositiva que tiene el país. Esto también afecta a los gobernantes quienes invocan la solidaridad a la hora de establecer el impuesto para el fondo coronavirus, pero se excusan de usar el término justicia, porque una medida que afecta a una parte y no a todos nada tiene que ver con la justicia; simplemente viola los términos de la cooperación social. Claramente la justicia tiene un rostro más adusto que el de la solidaridad, es mucho más difícil mirarla a la cara y tiene un peso normativo que pocos pueden soportar. Con esa dureza es que fue representada por Klimt en los maravillosos murales que realizó para la Universidad de Viena.
El foco en la solidaridad que se hace para enfrentar las consecuencias sociales de la pandemia también tiene una consecuencia no deseada y es que en la mayoría de los casos se tematiza la acción indudablemente encomiable de quienes son solidarios, y no los sentimientos de quienes reciben la solidaridad. Este carácter unilateral de la presentación pública de las acciones solidarias pasa por alto lo que sienten quienes reciben una canasta o tienen que ir a una olla popular a buscar su comida. De esta forma, los sentimientos de vergüenza social y también de posible autoestigmatización quedan en un segundo plano. La vergüenza, como toda emoción social, es provocada por creencias que hacen referencia a otras personas, por lo tanto el surgimiento de esta emoción no depende de quienes con la mejor intención ayudan a quienes lo necesitan, sino de las creencias que tienen estos últimos sobre lo que la sociedad piensa de quienes no son capaces de lograr su propio sustento. El impacto que tiene la vergüenza está estrechamente ligado a las normas sociales que regulan tanto el carácter como el comportamiento y en una sociedad centrada en la ética del trabajo es vergonzante no poder sustentarse a uno mismo y a su familia. Esta emoción también refuerza los sentimientos de estigmatización que sienten los grupos más vulnerables como sectores sociales que no son capaces de asegurar lo mínimo indispensable para llevar adelante un plan de vida en forma digna. En esta situación de incipiente emergencia social nuevamente parece que el rostro adusto de la justicia no puede ser mirado por las instituciones, ya que hacerlo implicaría recibir el mensaje de que la igual dignidad no puede ser retaceada y que el Estado debe cumplir con su obligación de protegerla en forma incondicionada.
Por supuesto que justicia y solidaridad también convergen, la solidaridad puede dar lugar a la justicia, es perfectamente posible que lo que se inicia como intervenciones inspiradas en la solidaridad se convierta en una regulación institucional de justicia, o que la justificación de muchas políticas públicas institucionalizadas de justicia se asienten en razones de lo que nos debemos por solidaridad como el IRPF o el FONASA. Sin embargo, esto no se da necesariamente debido a las características indicadas de la solidaridad, y es posible disociar ambos aspectos de nuestra vida práctica, en nuestro país que atraviesa una situación social de creciente vulnerabilidad no parece exagerado decir que estamos viviendo una explosión de solidaridad que no llega a convertirse en justicia.
En una frase inolvidable John Rawls, el filósofo liberal más influyente del siglo XX, resumía el verdadero núcleo de las sociedades democráticas diciendo que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales”, (…) de tal manera que si estas instituciones son injustas deben ser reformadas o abolidas, y a su vez que “cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar.”[3]En las sociedades democráticas justicia e igual dignidad están internamente ligadas,  es imposible que una sociedad democrática pueda ser justa si no considera a sus miembros como fines en sí mismo, y por lo tanto el diseño de sus instituciones debe estar orientado a asegurar y proteger la dignidad de sus ciudadanos. Las situaciones de crisis y emergencia no son la excepción, todo lo contrario es en estas circunstancias cuando el rostro de la justicia, que Klimt retrató de forma única, debe ser mirado y sostener su mirada debería ser el primer deber de las instituciones.
Notas:
[1] En Uruguay las “ollas populares” son de origen sindical, durante los conflictos laborales los sindicatos preparaban comida para alimentar a los trabajadores y su familia. Con el paso del tiempo esta denominación se generalizó para medidas similares para alimentar a personas vulnerables.
[2] Las “canastas” consisten en un grupo de alimentos secos que se entregan a los sectores sociales más vulnerables.
[3] J. Rawls, Teoría de la justicia, México, FCE, 1979.
 
Profesor Titular de Filosofía de la Práctica, Universidad de la República (Uruguay).
Fuente:
La Diaria, 30 de mayo 2020

Dejemos de romantizar la naturaleza: nuestra vida depende de ello

Dejemos de romantizar la naturaleza: nuestra vida depende de ello

Kenan Malik 

06/06/2020

Por supuesto, a todos nos gusta gozar de brillantes cielos azules, pero para la mayoría de la población la pandemia significa hambruna y enfermedad, y no la “regeneración” del planeta.
“La Tierra se está curando, nosotros somos el virus”, dice el meme, propagándose rápidamente por Internet. Se trata de un sentimiento compartido por muchos políticos, comentaristas y celebridades en estos días.
“La naturaleza nos está enviando un mensaje”, dijo Inger Andersen, jefe de medioambiente de la ONU. “Desde el punto de vista de la Madre Naturaleza”, sugiere el periodista Fintan O’Toole, el coronavirus “mejora las cosas”. Sarah Ferguson, la duquesa de York, está de acuerdo. “La Madre Naturaleza nos ha enviado a nuestras habitaciones… como los niños mimados que somos”, tuiteó. “Ella trató de advertirnos, pero al final volvió a tomar el control de nuevo”.
Quizás Ferguson necesita recordar que ese “volver a tomar el control” se ha traducido en la muerte de cientos de miles de personas. Para otros cientos de miles, ha significado perder sus medios de vida y desatar, en palabras del coordinador del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, David Beasley, “hambrunas de proporciones bíblicas”.
También debemos recordarnos a nosotros mismos que lo que ahora se considera antinatural y pecaminoso, no hace mucho tiempo se celebraba como natural y auténtico. Desde que estalló la pandemia en Wuhan, los mercados mojados chinos han sido denunciados como repugnantes y viles. Sin embargo, cuando Alan Levinovitz vivió en China, afirmaba que “deambular por los puestos al aire libre era algo liberador y auténtico, evidenciaba una diferencia sustancial respecto de los supermercados estériles donde el pollo yace detrás del vidrio, empaquetado en plástico por corporaciones sin rostro”. Aquí estaba “la carne en su estado natural: sin refrigerar, sin procesar, sin envasar, sin cocinar y, algunas veces, sin sacrificar”.
Levinovitz, profesor asociado de religión en la Universidad James Madison, ya había terminado de escribir su último libro, Natural, cuando se desató la pandemia. Sin embargo, se trata de una lectura indispensable, especialmente para todos aquellos que consideran que “los humanos son los virus”.
Levinovitz argumenta que los conceptos de “naturaleza” y “natural” han devenido sinónimos de “Dios” y “divino”. Los humanos somos pecadores no porque hayamos desobedecido a Dios, sino porque hemos violado la naturaleza, nuestra maestra, en cuya sabiduría podríamos descubrir las reglas morales que deberían regir nuestras vidas.
El atractivo moral de la naturaleza ha sido, durante mucho tiempo, un medio para justificar leyes y estructuras humanas particulares. Desde las relaciones interraciales hasta la homosexualidad, ciertas prácticas se han considerado transgresoras de los límites naturales y, por lo tanto, han sido severamente castigadas. Como observó un juez de Pensilvania en 1865, la prohibición del matrimonio interracial era necesaria para evitar “la corrupción de las razas”.
Irónicamente, muchos defensores del matrimonio interracial y homosexual también sienten gran atracción por la naturaleza. La mezcla racial, argumentaron los activistas del siglo XIX, se encuentra recurrentemente a lo largo de la historia. Por su parte, los activistas LGBTQ contemporáneos insisten en que los animales no humanos también manifiestan atracción hacia el mismo sexo. “La bondad natural”, observa Levinovitz, es “una ética mercenaria que cualquiera puede contratar para luchar por su causa”. Una de las cualidades de Dios y de la naturaleza es que Él o ella siempre están de nuestro lado.
No solo los estilos de vida supuestamente “aberrantes” son tachados de antinaturales. Desde las clínicas de reproducción asistida hasta los alimentos genéticamente modificados, desde las vacunas hasta la clonación, los críticos condenan algunos avances científicos y tecnológicos, entendiéndolos como una profanación de la naturaleza. Para ellos, la naturaleza se ve como una guía o plantilla de lo que los humanos deberían hacer. Y, sin embargo, gran parte de los elementos que sostienen la vida humana, desde la aspirina que tomamos para aliviar el dolor hasta el refrigerador que ayuda a evitar que la leche se corte, son un signo de que los procesos naturales a menudo son perjudiciales para nosotros, y la postura moral adecuada debería velar por mantenerlos a raya.
La romantización de “lo natural”, señala Levinovitz, se arraiga en el privilegio social. Solo aquellos que disfrutan de un estilo de vida lo suficientemente protegido de los estragos de la naturaleza tienen la licencia para romantizarlo. En países con sistemas de salud robustos, las personas tienen los recursos para optar libremente por un parto natural, por las medicinas alternativas, o por rechazar ciertas vacunas. En la parte del mundo en el que el parto “natural” no es una opción, sino una imposición, las tasas de mortalidad materna e infantil son asombrosamente altas. Es la pobreza la que condena a tantos, en el Sur Global, a depender de la medicina tradicional o a vivir sin vacunas.
Después de leer en el New Yorker sobre los beneficios de la “crianza natural” de los Matsigenka, una tribu amazónica peruana, Levinovitz viajó a Perú para comprobarlo con sus propios ojos. Estaba decepcionado de que no vivieran en un “estado de naturaleza”, sino con paneles solares y teléfonos móviles. Le preguntó a un local si estaba “contento de tener electricidad”. “Me miró confundido”, recuerda Levinovitz: ‘Sí’, dijo rotundamente, como si le explicara algo a un niño. ‘Ahora podemos ver de noche’”.
Por supuesto, aquellos que están más desesperados por conseguir las maravillas “antinaturales” que los ciudadanos de los países ricos dan por sentado (electricidad, agua limpia, transporte, refrigeración, medicamentos) también corren mayor riesgo de sucumbir a las depredaciones provocadas por la sociedad industrial. La semana pasada, al menos 11 personas murieron y cientos fueron hospitalizadas después de una explosión y una fuga de gas en una fábrica de productos químicos en la ciudad india de Visakhapatnam.
La India sigue asediada por la memoria del terrible desastre de Bhopal, en 1984, cuando la explosión en una fábrica de pesticidas provocó la liberación masiva de isocianato de metilo, un gas mortal. Medio millón de personas estuvieron expuestas a la toxina, de las cuales murieron 16.000. Casi 40 años después, todavía no se ha conseguido desintoxicar el lugar.
Son los pobres, ya sea en los países ricos o en el Sur Global, los que sufren más la contaminación industrial, están en mayor peligro por el cambio climático, y más amenazados por las consecuencias del coronavirus. Esto no se debe a que los humanos estén violando la naturaleza, sino a que las sociedades están estructuradas de manera que la innovación y el desarrollo sigan siendo el privilegio de unos pocos, mientras que la depredación y la mala salud acechan a la gran mayoría.
Desafiar tanto la falta de desarrollo como la devastación ambiental no requiere afirmaciones tan lastradas como la de que “los humanos son el virus”, sino confrontar abiertamente las políticas que limitan la innovación, imponen desigualdad y anteponen las ganancias a las personas. Es lo “malo” de lo social, y no lo “bueno” de lo natural, lo que debemos abordar con entereza.
 
Es columnista en The Observer.
Fuente:
https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/may/10/lets-stop-romanticising-nature-so-much-of-our-life-depends-on-defying-it
Traducción:
Inés Molina Agudo