Poder de jure y poder de facto.
Por: Alejandro Reyes Posada
“Para no degradarse el rebelde tiene que admirar el orden que combate”, Nicolás Gómez Dávila (Escolios I, 154).
EN SU ESENCIA, EL ACUERDO DE PAZ con las guerrillas es un intercambio de reconocimientos, en el que las guerrillas reconocen el poder de jure del Estado, a cuyas reglas se someten, y el Estado reconoce el poder de facto de las guerrillas para luchar, sin armas ni violencia, por sus objetivos sociales y políticos. Si las Farc no reconocen el poder jurídico del Estado para dictar reglas con medios democráticos y para aplicar la justicia a los infractores de las reglas, no pueden aspirar a ser aceptadas como rebeldes legítimas de la comunidad política a la que pretenden ingresar.
El Estado, si las aceptara, negaría su esencia, que prohíbe los medios violentos para buscar fines, con sólo tres excepciones: la legítima defensa, la huelga y la protesta ciudadana, que son poderes de facto aceptados por la democracia y sometidos a reglas que los limitan. El problema colombiano ha sido asegurar la supervivencia del Estado frente a los poderes de facto de las guerrillas, los paramilitares y las mafias, que retan de distinta manera su poder de jure.
La destrucción de los grandes carteles del narcotráfico, los falsos jugadores del sistema capitalista, fue un éxito del Estado, así como la desmovilización de los paramilitares, los falsos aliados del sistema, consolidó el poder legal. Ambos logros fueron parciales, es cierto, pero el poder relativo contra ellos es ahora muy superior. Esos conflictos tuvieron un alto costo en legitimidad, transparencia y eficacia de las instituciones democráticas y de la justicia, pero haberlos librado evitó la disolución del poder estatal.
El siguiente reto es acordar la paz con las guerrillas, los enemigos del juego democrático, y el reto supone abrir la democracia para incorporar en sus debates y decisiones los objetivos políticos de las organizaciones que surjan de la desmovilización de las guerrillas. En adelante, la democracia tendrá que reconstruirse sin apelar al enemigo interno ni tratar como enemigas a las organizaciones políticas de oposición, que son los recursos con los que se han tramitado, y represado, el descontento y la protesta social. Separar política y armas será una regla para todos, incluido el Estado, que restringe el uso de la fuerza al necesario para combatir el crimen violento y aplicar justicia a los responsables.
La justicia transicional reconoce el carácter político y colectivo de las acciones criminales que dañaron a las víctimas y por eso admite que se penalice sólo a los máximos responsables por los crímenes más graves, considerados crímenes contra la humanidad, para los cuales no acepta el perdón sin justicia. No es justicia para criminales comunes, y por eso puede adoptar formas flexibles y temporales, con alternativas como las de contribuir a la reparación y reconstrucción de los daños causados, que premian la voluntad de relatar la verdad, pedir perdón a las víctimas y convencerlas de su disposición a convivir sin violencia ni amenazas de violencia, que es lo mismo.
La justicia transicional es el rito de pasaje obligado de la transformación de los rebeldes en participantes legítimos de la vida democrática, pues un Estado es una fuerza legítima que dicta y aplica las reglas y juzga y sanciona a los infractores.
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