Los héroes de la
retirada. HANS MAGNUS ENZENSBERGER
En
todas las capitales de Europa se encuentra uno, allí donde el espacio alcanza
su mayor densidad simbólica, o sea, en el centro, verdaderos centauros de
enorme corpulencia, seres híbridos de metal fundido, bajo cuyos cascos acuden
presurosamente funcionarios a sus ministerios, espectadores a la ópera y
creyentes a misa: emperadores romanos, grandes electores, generales eternamente
victoriosos. La quimera del hombre montado a caballo representa al héroe
europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente
sería totalmente inimaginable. Desde la invención del automóvil, el sentir
universal se ha bajado del caballo; Lenin y Mussolini, Franco y Stalin supieron
manejarse sin monturas ecuestres. En cambio, alimentó el número de muestras.
Las islas del Caribe y las agrupaciones de Siberia fueron sembradas de héroes
petrificados, y las botas de los representados alcanzaron en bastantes
ocasiones alturas, similares a las de una casa unifamiliar. La inflación y la
elefantiasis anunciaron el próximo final de aquellos héroes, a los que jamás
les preocupó otra cosa, que la conquista, el triunfo y la megalomanía.Los
escritores lo habían presentido. La literatura se había despedido definitivamente,
hace más de un siglo, de aquellas figuras miiticas que ella misma había
contribuido a crear. La loa soberana y la leyenda heroica pertenecen desde
entonces a la prehistoria. La literatura no se ocupa ya desde hace mucho tiempo
de Augusto o de Alejandro, sino de Bouvard y Pécuchet, VIadimir y Estragón. Del
rey Federico y de Napoleón sólo se habla en los sótanos literarios y, por
supuesto, menos todavía de los himnos de Hitler y las odas de Stalin, cuya
determinante era desde el principio verdadera escoria.
Por
el contrario, la llamada gran política se ha mantenido hasta el presente
aferrada y entregada al clásico esquema heroico. Hoy, como ayer, exalta con
condecoraciones la memoria de los héroes y sueña con triunfos inalcanzables. En
este proceso de anquilosamiento, la política ha alcanzado el último grado, como
se pone de manifiesto no sólo en su impotencia simbólica, sino también en la
pequeñez del ámbito de sus acciones. La normalidad democrática está presa de la
ambición y sed de gloria que sufren de forma visible los dirigentes; no se
trata de conquistar un imperio, sino, en el mejor de los casos, una
circunscripción electoral, y el genio del general se ve circunscrito a islas
que, como Granada o las Malvinas, sólo con lupa pueden localizarse en el globo.
Quien quiera regocijarse con el extraordinario encogimiento de la estructura
heroica no necesita más que comparar a Churchill con Thatcher, a De Gaulle con
Mitterrand. o a Adenauer con KohI. El héroe ha estado investido siempre, como
representante del Estado, de un carácter teatral; con su actual elite de poder,
la Europa occidental ha completado el camino que va desde el modelo terrorífico
hasta el de la imitación ridícula. La comicidad involuntaria de ese clan
dirigente que se cree errónea y tercamente instalado en no sé qué cumbres pone
de manifiesto que del héroe clásico sólo ha quedado una vulgar caricatura.
El
lugar del héroe clásico han pasado a ocuparlo en las últimas décadas otros
protagonistas, en mi opinión más importantes, héroes de un nuevo estilo que no
representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la
demolición, el desmontaje. Tenemos todos los motivos para ocuparnos de estos
especialistas de la negociación, pues nuestro continente necesita de ellos si quiere
seguir viviendo.
Ha
sido Clausewitz, el clásico del pensamiento estratégico, el que ha demostrado
que la retirada es la operación más difícil de todas. Esto vale también en
política. El non plus ultra del arte de lo posible consiste en abandonar una
posición insostenible. Pero si la grandeza de un héroe se mide por la
dificultad de la misión con que se enfrenta, se deduce de aquí que el esquema
heroico no sólo tiene que ser revisado, sino invertido. Cualquier cretino es
capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla.
En
cualquier caso, para hacer un héroe no bastan la simple habilidad y la
competencia. Lo que hace memorable al protagonista es la dimensión moral de su
acción. Pero precisamente en este aspecto encuentran los héroes de la retirada
una reserva tan masiva como tenaz. La opinión general se mantiene aferrada,
sobre todo en Alemania, al esquema tradicional. Reclama, hoy como ayer, al
personaje imperturbable y exige una moral política de principios firmes y
válidos para todo, y esto significa también, si es necesario, andar sobre
cadáveres. Pero precisamente esta claridad inequívoca es lo que no puede
ofrecer en ningún caso el héroe de la retirada. Quien abandona las propias
posiciones no sólo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí
mismo. Semejante paso no puede tener lugar sin una separación de la persona y
su papel. El ethos del héroe se halla precisamente en su ambivalencia. El
especialista en desmontaje demuestra su valor moral asumiendo esa ambigüedad.
El
paradigma aquí diseñado ha encontrado su realización histórica al amparo de las
dictaduras absolutas del siglo XX. Los pioneros de la retirada la dejaron
entrever primero de forma velada y oscura. De Nikita Jruschov se podría afirmar
que no sabía lo que hacía, que no tenía en absoluto idea clara de las
implicaciones de su actuación; al final hablaba de completar el comunismo en
lugar de suprimirlo. Sin embargo, él puso, con su famoso discurso ante el 20º
Congreso del PCUS, no sólo el germen de su propia caída. Su horizonte
intelectual era limitado; su estrategia, torpe; su actitud, autocrática; sin
embargo, en coraje civil sobrepasó prácticamente a todos los políticos de su
generación. Precisamente su carácter vacilante lo calificó de forma especial para
esa tarea. Hoy está patente más que nunca la lógica subversiva de su carrera
heroica: con él ha comenzado el desmontaje del imperio soviético.
Todavía
aparece de forma más clara la división interior del especialista de derribos en
la figura de Janos Kadar. Este hombre, que fue enterrado en Budapest sin pena
ni gloria hace un par de meses, pactó con las tropas de ocupación tras el
levantamiento fracasado de 1956. Ochocientas sentencias de muerte, se dice,
tiene en su haber. Apenas fueron enterradas las víctimas de la represión, Kadar
puso manos a la obra de su vida, que le ocuparía durante casi 30 años. La obra
consistió en enterrar con paciencia y perseverancia la autocracia del partido
comunista. Es digno de atención el hecho de que este proceso discurriera sin
grandes turbulencias; contragolpes y mentiras para vivir le han acompañado
siempre; maniobras tácticas y compromisos han sido su estímulo permanente. Sin
el precedente húngaro, difícilmente habría comenzado el desmoronamiento del
bloque oriental; es indiscutible que Kadar marcó aquí un nuevo rumbo. Es
asimismo evidente que el jefe húngaro no estaba en condiciones de hacer frente
a las fuerzas que él contribuyó a desatar. El sino típico del empresario
histórico de derribos está precisamente en que con su trabajo mina siempre
también su propia posición. La dinámica que él pone en marcha le arroja a un
lado; él es víctinia de su éxito.
Adolfo
Suárez, secretario general de Falange Española, se convirtió, tras la muerte de
Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmanteló
el régimen, despojó de poder a su propio partido unificado y sacó adelante una
Constitución democrática: una operación tan difícil como arriesgada, que Suárez
llevó a cabo con arrojo personal y brillantez política. Aquí no estaba en
acción, como en el caso de Jruschov, un presentimiento vago, sino una
conciencia extremadamente clara. Se trataba no sólo de transformar por completo
el aparato político, sino también de disponer al Ejército a no moverse; una purga
militar habría conducido a una represión sangrienta y probablemente a una nueva
guerra civil.
Tampoco
este caos se puede abordar con una simple ética de simpatías que sólo distingue
entre ovejas blancas y negras. Suárez fue participante y beneficiario del
régimen de Franco; si no hubiera pertenecido al círculo más íntimo del poder no
habría estado en disposición de abolir la dictadura. Al mismo tiempo, su pasado
le aseguró la desconfianza insuperable de todos los demócratas. De hecho,
España no le ha perdonado hasta el presente. A los ojos de sus antiguos
camaradas, él fue un traidor; a los ojos de aquellos para quienes había abierto
el camino, fue un oportunista. Desde que se retiró como típica figura de la
transición no ha vuelto a pisar terreno firme. El papel que él representa en el
actual sistema de partidos ha quedado más bien oscuro. Una cosa, y solamente
una, tiene garantizada el héroe de la retirada: la ingratitud de la patria.
En
la figura de Wojciech Jaruzelski, esta aporía moral adquiere incluso rasgos
trágicos. EI fue quien salvó a Polonia en 1981 de una inminente invasión
soviética. El precio por ello fue la proclamación de la ley marcial. y el
arresto preventivo de la oposición, que hoy, bajo su presidencia, rige el país.
Este impresionante éxito de su política no le ha salvado de que una parte
notable de la sociedad polaca le contemple en silencio todavía hoy con odio.
Nadie le aclama: jamás se librará de las sombras de sus acciones. Él había
contado desde un principio con ello, y en esto reside su fuerza moral. Jamás se
le ha visto sonreír. El gesto tenso y totalmente inexpresivo, los ojos ocultos
tras unas gafas oscuras, representan a este patriota como un mártir. Este san
Esteban de la política es una figura de formato shakespeariano.
No
puede decirse lo mismo de otros rezagados. Egon Krenz y Ladislav Adamec no
ocuparán probablemente en la historia más que una nota al pie de página: el
uno, como una versión burlesca, y el otro, como la versión hipócrita del
retirado heroico. Pero ni la sonrisa irónica del alemán ni el semblante
paternal del checo pueden confundir a nadie sobre su indispensabilidad. La
versatilidad acomodaticia que se les reprocha ha sido su único mérito. En la
quietud paralizante del momento exacto en que se espera a otro y no acontece
nada, uno tuvo que carraspear primero, producir ese ruido pequeño, medio
ahogado, que pone en movimiento a un alud. "Uno", como decía en
cierta ocasión un socialdemócrata alemán, "uno tiene que ser el tirano
sanguinario". Setenta años después uno tuvo que sujetar el brazo al tirano
sanguinario, por más que eso lo hiciera un polichinela comunista que rompió el
silencio de muerte. Nadie le recordará con benevolencia. Pero precisamente esto
le hace memorable.
Los
epígonos de la retirada se mueven por impulso ajeno. Obran bajo una presión que
viene de abajo y de arriba. El verdadero héroe de la renuncia, en cambio, es él
mismo, la fuerza motriz. Mijail Gorbachov es el iniciador de un proceso, con el
que otros, más o menos voluntariamente, intentan ir al paso. Él representa
-como es ya hoy manifiesto- una figura secular. La dimensión clara de la tarea
que se ha impuesto es algo sin precedentes. Está empeñado en desmontar el
penúltimo imperio monolítico del siglo XX, sin violencia, sin pánico, sin guerras.
Si esto será posible o no está por ver. Con todo, nadie habría considerado
posible hace unos meses lo que él ha conseguido hasta ahora por ese camino. Ha
tenido que pasar mucho tiempo hasta que el mundo ha empezado a entender su
proyecto. La inteligencia superior, la valentía moral y la perspectiva amplia
de este hombre, todo ello estaba tan lejos del horizonte de la clase política
-en Oriente y en Occidente- que ningún Gobierno se ha atrevido a tomarle la
palabra.
Tampoco
sobre su popularidad en su país podrá Gorbachov hacerse muchas ilusiones. El
más grande de todos los políticos de la renuncia se ve allí a cada paso
enfrentado al problema de los resultados inmediatos, como si se tratara de
anunciar otra vez a los pueblos un futuro prometedor que ofreciera a cada uno,
según sus necesidades y de forma gratuita, jabón, cohetes y fraternidad; como
si hubiera alguna otra forma de progreso que la retirada; como si no
dependieran todas las oportunidades futuras de desarmar al Leviatán y de
encontrar el camino que conduce del abismo a la normalidad. Es claro que cada
paso por este camino representa un peligro mortal para el protagonista. Por la
izquierda y por la derecha está rodeado de enemigos viejos y jóvenes, gritones
y mudos. Como corresponde a un héroe, Gorbachov es un hombre muy solitario.
No
se trata en todo esto de reclamar un reconocimiento público para los grandes y
pequeños héroes del desarme, un reconocimiento que, por lo demás, ni ellos
mismos piden. No hacen falta nuevos monumentos. En cambio, es hora ya de tomar
en serio a estos nuevos protagonistas y considerar aquello en lo que convienen
y aquello en que se distinguen. Una moral política que sólo conoce figuras
luminosas y seres desalmados no será capaz de realizar semejante examen.
Un
filósofo alemán ha dicho que al final de este siglo no se trata de mejorar el
mundo, sino de respetarlo. Este juicio vale no sólo para aquellas dictaduras
que actualmente están siendo desguazadas con más o menos arte delante de
nuestros ojos. También a las democracias occidentales les aguarda un desarme
del que no existe precedente. El aspecto militar no es más que uno entre
muchos. Otras posiciones insostenibles que hay que eliminar son las que se
refieren a la guerra de deudas con el Tercer Mundo, y la retirada más difícil
de todas es la de la guerra que estamos librando desde la revolución industrial
contra nuestra propia biosfera.
Sería
hora, por tanto, de que nuestros insignificantes políticos tomaran ejemplo de
los especialistas del desmontaje. Las tareas que hay que solventar exigen
capacidades que hay que estudiar ante todo en los modelos. Así, una política de
la energía o del tráfico que merezca tal nombre sólo puede abordarse con una
retirada estratégica. Esta política exige el desmontaje de industrias clave que
a largo plazo no son menos peligrosas que un partido unificado. El coraje civil
que se necesitaría para ello es semejante al que un funcionario comunista
necesita cuando se trata de abolir el monopolio dé su partido. En lugar de
esto, nuestra clase política se ejercita en posturas necias de vencedores y
mentiras de autocomplacencia y vanidad. Triunfa levantando muros y cree que va
a dominar el futuro quedándose sentada fuera. Del imperativo moral de la
renuncia no siente nada. El arte de la retirada le es ajeno. Nuestra clase
política tiene todavía mucho que aprender.
Hans
Magnus Enzensberger es escritor. Traducción: Tomás Romera Sanz.
26 DIC 1989. El Pais. España.
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