jueves, 24 de mayo de 2018

NADA TIENES, NADA VALES. POR: PIEDAD BONNETT


NADA TIENES, NADA VALES. POR: PIEDAD BONNETT
El lunes pasado, en el restaurante Taquino de Medellín, dos comensales generosos invitaron a almorzar a José López, un señor que se gana la vida como cantante callejero. A José le sirvieron su almuerzo, pero la cajera le advirtió que debía consumirlo afuera porque, según ratificó la administradora cuando algunos testigos reaccionaron con indignación, “era una política del restaurante”. Lo que todos pudimos ver gracias a la oportuna grabación de Valeria Lotero fue un acto de aporofobia.

La palabra —que viene del griego áporos, pobre, sin recursos— es fea pero necesaria, porque, como dice la filósofa Adela Cortina, quien la acuñó y ha desarrollado el concepto en un libro reciente, “poner nombre a esa patología social era urgente para poder diagnosticarla con mayor precisión” y así poder combatirla, “porque esa actitud tiene una fuerza en la vida social que es aún mayor porque actúa desde el anonimato”. La aporofobia o “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre”, ha existido siempre, pero hoy expresa muy bien la mentalidad de una sociedad capitalista fundada en la convicción de que sólo merecen respeto los que tienen algo que dar a cambio. Cortina lo ejemplifica: los turistas son bien recibidos en todas partes, independientemente de su raza, religión o procedencia, porque traen dinero; no así las masas de migrantes pobres, a los que se considera una plaga invasora a la que fácilmente se la hace víctima de discriminación y un discurso de odio. Luigi Zoja, un sicoanalista italiano, señala, con razón, que la gran tragedia de nuestro tiempo consiste en que, ensimismados y elusivos, evitando todo conflicto, nos hemos olvidado del mandato del cristianismo: ama a tu prójimo como a ti mismo.
Vale la pena que nos preguntemos por qué razón cajera y administradora decidieron que don José, un hombre digno que encontró en su guitarra un medio de supervivencia, no podía sentarse a comer con los demás comensales. La respuesta es atroz: porque ellas han interiorizado y naturalizado esa “patología social” que se manifiesta en desprecio por el que tiene menos. En este caso, el que no tiene un empleo. Porque oficio sí tiene. La seguridad con que contestaron evidencia que para ellas la discriminación es legítima. El desprecio no es tanto contra la persona concreta —él las excusó diciendo que siempre han sido amables—, sino contra lo que don José, a sus ojos, representa: nada tienes, nada vales. Él, que a pesar de poseer un arte, seguramente no preguntaría jamás, como un montón de tarambanas, ¿usted no sabe quién soy yo?, fue condenado por sus agresoras a pertenecer a lo que Galeano llamó —y la referencia también es de Cortina— “los nadie”.
Si a don José se le maltrata de esa manera, ¿cómo será a los indigentes, que no tienen techo ni quién los defienda? Qué apellido eres, dónde naciste, en qué colegio estudiaste, tienes carro, cuál es tu barrio, son algunas de las preguntas, tácitas o no, que hace esta sociedad inequitativa y discriminatoria para ubicar a sus gentes. Las sanciones que esperamos se tomen en este caso deben tener una función aleccionadora: dejar constancia de que un estado democrático parte de que todos tenemos los mismos derechos, y por tanto castiga todo acto discriminatorio.
Tomado de www.elespectador.com. 13 Mayo 2018 - 3:15 AM

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