TIERRA Y TIERRITA. POR:
ALFREDO MOLANO BRAVO
Cada
hora el país pierde 20 hectáreas de bosque, es decir, 20 manzanas, el tamaño de
un barrio entero en cualquier ciudad. Según el Ideam, en 2016 se perdieron
178.500 hectáreas de bosque, el 44 % más que en 2015, lo que equivale a una
superficie igual a la que ocuparían seis ciudades del tamaño de Bogotá. Una
máquina infernal se está comiendo a dentelladas nuestras selvas, el futuro. La
gran mayoría de los árboles y arbustos —incluidos los animales y bichos que
alojan— se transforma en cenizas que regresan a los suelos como abono y que
permiten al principio buenas cosechas de maíz, yuca, plátano y coca. Los
colonos que han hecho el daño cometen un delito de hambre porque la gran
mayoría son campesinos empobrecidos y expulsados a la fuerza de otras tierras.
El
34 % de la deforestación de 2016 se presentó en áreas de los departamentos de
Putumayo, Caquetá, Meta y Guaviare, principalmente en los municipios de Uribe,
Mesetas (Meta), San Vicente del Caguán, Cartagena del Chairá (Caquetá), Puerto
Guzmán y Puerto Leguízamo (Putumayo). Pero las nuevas tierras que logran abrir
descuajando montes no quedan en sus manos sino poco tiempo porque para ponerlas
a producir han acumulado deudas y deudas con comerciantes e intermediarios, que
son los que se quedan con el beneficio del trabajo del colono. Al cabo de cinco
o siete años el comerciante cobra y los colonos pagan las deudas. Es el paso de
la “mejora” a la hacienda y el momento en que el colono da otro paso y se mete
más adentro a tumbar otras 20 hectáreas. Hay que decir, una vez más, que el
cultivo de la coca ha retardado este ciclo y permite a muchos colonos conservar
su mejora y librarse de las ventas forzadas de sus predios. La fumigación de
cultivos ilícitos lo que hizo fue quebrarle esta defensa al colono y facilitar
que las chagras fumigadas terminen, por otro método, en manos de los ganaderos.
La
colonización puede ser vista también como una poderosa palanca para la
formación de la concentración de la tierra en Colombia. No es la única porque
la violencia también ha hecho otro tanto con seis millones de hectáreas en los
últimos años. Y, claro está, también la quiebra económica de miles de
campesinos en tierras abiertas que terminan en manos de bancos, usureros,
comerciantes. La Contraloría General de la República, por ejemplo, ha pedido a
la Agencia Nacional de Tierras anular la venta de 322 predios cuyas extensiones
suman 123.000 hectáreas, y tiene en el ojo otras 200.000. Más ejemplos: “La
Sociedad Agropecuaria El Ubérrimo, propiedad de Álvaro Uribe Vélez, en Córdoba,
una extensión de 103.00 hectáreas, se formó con la adquisición de 11 predios;
la multinacional Cerro Matoso S.A., de 223.00 hectáreas, se hizo con fincas
pequeñas”.
Y
así, hasta llegar a las escandalosas cifras develadas por el más reciente —y
quizás único— censo agropecuario, publicado por Oxfam: el 1 % de las
explotaciones más grandes acapara más del 80 % de las tierras rurales, mientras
que el 99 % de los cultivos que hay tan solo ocupa el 19 %. Los predios de más
de 500 hectáreas ocupaban en 1970 sólo cinco millones de hectáreas, mientras que
en el año 2014 pasaron a ocupar 47 millones. Su tamaño promedio pasó de 1.000 a
5.000 hectáreas.
En
conclusión: las grandes propiedades se alimentan de selvas. 40 hectáreas de
selva se vuelven humo —y se volverán papel sellado— mientras yo escribo esta columna,
y cuatro hectáreas más correrán la misma suerte mientras usted la lee.
Punto
y coma: El caso de Feliciano Valencia debe servir para entender cómo
acusaciones de carácter político terminan en condenas arbitrarias y a la larga
en derrotas institucionales. Lo mismo sucedió con los “presuntos “asesinos” de
Gloria Lara, de Luis Carlos Galán. Los casos de Mateo y de la gente del Centro
Andino pueden tener el mismo libreto.
Tomado
de www.elespectador.com
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