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JUN 2016 - 9:00 PM. www.elespectador.com
Carta a Antonia. Por,
Alfredo Molano Bravo
Mi
amor,
Mi
primer recuerdo de Bogotá —porque sabes que nací detrás de ella— fue un cielo
rojo que no era de atardecer sino de llamas. El centro de la ciudad había sido
destruido e incendiado por el pueblo furioso contra el Gobierno, al que
culpaban del asesinato de su jefe, Jorge Eliécer Gaitán. Yo no había cumplido
cuatro años. En La Calera, el alcalde civil y militar, general Amadeo
Rodríguez, fusiló en el cerro de las Tres Cruces a unos campesinos que acusó de
rojos. Días después, me llevaron a ver el humo que aún salía de las ruinas de
casas y edificios en la carrera Séptima. No sentí mi propio miedo, pero sentí
el de la gente que miraba. Después, un poco más grande, frente a la Alcaldía de
Chicoral —un pueblo de Tolima donde veraneábamos—, vi tirar de una mula el
cadáver de un campesino. Fue como oír caer un bulto de ojos quietos y cuerpo
ensangrentado. Tarde mi mamá me tapó los ojos.
¡Y
desde esos días he visto tanta sangre y tanta violencia! En las carreteras
había soldados que a gritos hacían bajar de los buses a los pasajeros para
esculcarlos. A mí me daba rabia que no me esculcaran y me trataran como a las
mujeres, a las que tampoco hacían bajar. Un día que íbamos hacia Santandercito,
en el salto de Tequendama un camión del Ejército golpeó la camioneta en que
paseábamos a mi abuela. Rompió la puerta, el espejo, los vidrios. Mi papá,
furioso, se bajó a revirarles a los soldados y estos lo golpearon con las
chapas de sus cinturones.
En
Ibagué, donde teníamos familiares, mis tíos comentaban lo que sucedía en un
pueblo cercano llamado Rovira: les cortaban la cabeza a los rojos y los rojos
se estaban armando contra el gobierno azul. Tendría entonces tu edad. En San
Martín, Meta, que conoces, el mayordomo de unas tierras que mi familia tenía
contaba cómo ametrallaban los hatos desde aviones del Gobierno y mataban gente,
reses, perros, gallinas. Lo que se moviera. No lo vi, pero vi temblar de rabia
al hombre que lo contaba.
En
la iglesia de La Porciúncula, donde me llevaban a oír misa mientras yo miraba
los zapatos de los fieles, un día, la Policía tiró bombas lacrimógenas adentro.
La estampida de la gente, sus caídas corriendo, me hicieron oler por primera
vez el terror. Después, también, el júbilo del pueblo con banderas por las
calles cuando Rojas Pinilla cayó. Mi papá hablaba de los estudiantes como si
fueran héroes de la patria.
En
la universidad quise serlo. Queríamos bajar a piedra el cielo a la tierra. Y
entonces apareció Camilo… Y desapareció, y lo mataron y siguieron otras muertes
y otras. Muertes de compañeros de cafetería, conocidos que murieron para que
nosotros no muriéramos. Pero muchos lo hicieron con el morral al hombro y el
fusil en las manos. Muchachos tan generosos como los que después me encontré en
las costas del Guayabero, que no les temían ni a la noche oscura ni a los ríos
crecidos. Fue cuando comencé a escribir sobre ellos y sobre su gente. Escribí
deslumbrado, alucinado. No paraba de escribir sobre un país que no se conocía,
y de conocerlo, por supuesto.
No
eran venidos de otro mundo, no habían caído en paracaídas. Habían llegado
huyendo, comiendo mico, tumbando selva. Se defendían y defendían a sus viejos y
a sus críos. Por eso me dio tanta alegría ver a esos muchachos —hoy ya no
tanto— enterrando la guerra, derrotándola. Dejando el poder de las armas en
manos del Estado, confiando en que no volverá a ser usado contra ellos, contra
el pueblo —el pueblo existe, Antonia, y así hay que llamarlo—, ni para defender
a unos pocos bolsillos de por sí llenos.
Te
confieso que he sentido esa alegría plena —esa que llena el pecho y eriza el
cuero— tres veces: cuando los guerrilleros del M-19 salieron en avión para Cuba
después de haberse tomado la Embajada de República Dominicana, cuando se firmó
la Constitución de 1991, y el jueves pasado, cuando las Farc y el Gobierno le
dijeron al mundo: Es el último día de guerra en Colombia.
Tú
eres el puente entre mi nieto mayor y los menores. Cuéntales a todos lo que
ustedes nunca vivirán.
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