La ética de los fritos. Por, ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA
30 de enero de 2019 12:00 AM
Para mí todavía sigue siendo un
misterio la ética inquebrantable que se ejerce en las mesas de fritos. En esas
diminutas islas de aceite y fogaje, donde los triglicéridos enloquecen y las
servilletas se transparentan como fantasmas, se dan una honestidad y una
confianza más propias de los ángeles que de los seres humanos. Un completo
desconocido, por ejemplo, puede llegar allí procedente de la muchedumbre
hambrienta, pasearse por entre las bandejas de carimañolas o arepas de huevo y
satisfacer su apetito sin avisarle a nadie. La cocinera, que está ocupada
friendo en su caldero, sabe perfectamente que no tiene que vigilarlo porque al
final, cuando el desconocido pida la cuenta y ella pregunte cuántos fritos se
ha comido, él responderá siempre con la verdad.
Es una regla que no falla, como si se
tratase de un mandamiento celestial que rige al justo con idéntica fuerza que
al pecador. Un ladrón que llegara a comer en la mesa de fritos, pagaría el
precio debido y se iría luego a robar a otra parte. Un político corrupto
también haría lo mismo. El padre déspota, el hermano tramposo, la madre
vengativa, el hijo desagradecido: todos pagan, jamás se les pasa por la cabeza
engañar a la fritanguera.
En un país tan viciado como este,
donde se cree que el vivo vive del bobo, se habla constantemente de la
“malicia” indígena y se incentiva la competencia amenazando al perdedor con ser
marica (“marica el último”), la mesa de fritos es un espacio revolucionario, un
tabernáculo sagrado de la gastronomía caribe que se opone sin titubeos contra
los malos hábitos de la artimaña y el engaño. Es un lugar pequeño, sí, pero lo
suficientemente luminoso para resistir con dignidad en este mar de desagrado.
Pienso en la matrona de cada mesa, con su delantal grasiento como una sotana
litúrgica y su oficio de Gran Amasadora, evangelizando con empanadas de maíz y
buñuelos de frijolito a cuanto chanchullero se aparezca.
En este misterio moral, algo tendrán
que ver los astros. Por algo la arepa de huevo parece un sol y la gris
carimañola, acomodada a su lado, una especie de rombo lunar. A lo mejor la
sinceridad que se da en las mesas de fritos ocurre por una antigua influencia
universal que nos vincula a las mismas fuerzas que hacen crecer a los maizales
en temporadas precisas y nutren la tierra de las plantaciones de yuca.
En su “Oda a la manzana”, Pablo Neruda
escribió que quería ver a toda la población del mundo reunida en el acto más
simple de la tierra: mordiendo una manzana.
Tal vez para el Caribe haga falta una
traducción más apropiada. Quizás el milagro de la solidaridad y la confianza
sólo sea posible en esta región cuando todos estemos comiendo juntos en la
misma mesa de fritos. Reunidos, como un coro de catedral, mordiendo una arepa o
una empanada.
*Escritor
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