¿El
poder para qué? Por MARÍA JIMENA DUZÁN.
Semana.com
Santos
tiene que convencer al país de que el tema de la justicia en el proceso de paz
de La Habana no es jurídico, sino político.El presidente Santos tiene solo tres
años para cambiar los paradigmas que se han ido enquistando en la sociedad
colombiana frente al proceso de paz que se lleva a cabo en La Habana con la
guerrilla de las FARC. Y debería
invertir el poder que le dio el pueblo colombiano cuando lo reeligió para que
hiciera la paz en Colombia, en cambiar
ciertas percepciones que impiden comprender lo que realmente significa
para los colombianos un proceso de paz como el que se adelanta en La Habana.
El
primero de los paradigmas que habría que derrumbar tiene que ver con la
percepción equivocada de que este proceso está hecho solo para las FARC, bajo
la premisa también errónea de que los únicos responsables de este conflicto son
las guerrillas. Es decir, que cuando se habla de la justicia transicional y se
insiste en que los máximos responsables condenados por delitos de lesa humanidad sí deben tener
penas privativas de la libertad y no pueden aspirar a ningún cargo
público, se está hablando solo de
Timochenko y compañía y no de los militares que cometieron falsos positivos
bajo el gobierno de Uribe, ni de los políticos que se aliaron con los paras
para acabar con la UP en los ochenta, ni de los empresarios del campo que
financiaron a los paramilitares en los noventa.
El
primero en intentar derrumbar ese paradigma curiosamente no fue el presidente
Santos sino el expresidente César Gaviria, cuando hace seis meses le recordó al
país que una negociación concebida solo para las FARC podría dejar por fuera “a
miles de miembros de la sociedad civil, empresarios, políticos, miembros de la
rama judicial que de una u otra manera han sido también protagonistas de ese
conflicto y que tienen muchas cuentas pendientes con la justicia”.
La
sinceridad y el pragmatismo con que el expresidente Gaviria reconoció verdades
que el establecimiento aún se niega a admitir en público, no se la entendió el
país y su mea culpa naufragó en medio de
la marea crispada de la polarización. Sin embargo, hoy hay que reconocerle que
el expresidente tenía razón en los escenarios que planteó y que su propuesta de extender la justicia transicional a los no
combatientes, que de alguna manera fueron financiadores, auxiliadores de los
paramilitares o de los guerrilleros por intimidación o por beneficios
electorales, va en el camino correcto para restablecer la simetría que debe
tener el proceso.
Desde
la otra orilla del conflicto, el asesor de las FARC Enrique Santiago, en la
entrevista que le dio a SEMANA hace unos días, coincidió con lo que ya había
expuesto Gaviria. Los dos están de acuerdo en que si se quiere aplicar la tesis
de los máximos responsables esta no se le puede aplicar solo a las FARC porque
sería como pretender sostener una silla en una sola pata. El problema es aún más complicado, porque
mientras la sociedad tiene claro quiénes son los máximos responsables del lado
de las FARC, no hay claridad sobre cuáles son los máximos responsables por
parte del Estado y de la sociedad civil. Y yo me temo que esa va a ser una
discusión que se va a zanjar por las
vías políticas, no jurídicas.
Lo
cual me lleva a señalar el desafío más grande que Santos tiene que enfrentar en
estos tres años que le quedan de gobierno: tiene que convencer al país de que
el tema de la justicia en el proceso de paz de La Habana no es un tema
jurídico, sino político. Es decir, que
el proceso no se define por si
Timochenko va a la cárcel o si va a una
sin barrotes ni piyamas rayadas, sino por la capacidad de encontrar en
la sociedad un mínimo consenso sobre cómo finalizar de raíz este conflicto. Y
para que eso sea posible, la gran mayoría de los protagonistas de este
conflicto deberán asumir sus compromisos de no repetición ante sus víctimas y
resarcirlas con la verdad a cambio de un tratamiento generoso de la ley. ¿Hasta
dónde debe ir esa generosidad? Eso lo debe determinar la propia sociedad sin
que exceda los límites permitidos por la Corte Penal Internacional. En otras
palabras, el país debería prepararse para una amnistía no total pero sí
generosa de todos los actores del conflicto.
Pero también debería prepararse para ver a las FARC haciendo política
porque no hay un proceso de paz en el mundo que se haga para que los
insurgentes terminen en las cárceles.
Esa
no sería una paz con impunidad como diría Uribe sino una paz consensuada y
legítima, con altas dosis de verdad, de reparación a las víctimas y con un
mínimo de justicia para los condenados por delitos de lesa humanidad. ¿El poder para qué? Para utilizar el
liderazgo y cambiar esta sociedad y sus paradigmas. Un proceso que no los cambie tampoco nos
sirve.
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