NO NOS DIGAMOS MENTIRAS. POR: ALFREDO MOLANO BRAVO
He
comenzado a escribir la columna de esta semana tres o cuatro veces sobre temas
distintos al que ha estado revoloteando de medio en medio toda la semana: los
toros.
Toros
de lidia, toros de corraleja, toros de coleo y, además, gallos de pelea, y me
ha resultado imposible. Vuelvo pues a llover sobre mojado. La Corte
Constitucional ha estado embrollada en la discusión sobre cuál derecho debe
prevalecer sobre el otro: el respeto a la vida animal o el respeto de la
cultura popular.
Desde
las ciudades grandes, que han perdido toda relación con el campo y con su modo
de vida, la carne de res es una hamburguesa y la hamburguesa viene en plástico
importada de EE. UU. Sospecho que mucha gente ni sabe que para comérsela hay
que matar vacas, toros, terneros. Y casi nadie sabe cómo matan esos animales en
los mataderos. Pasa lo mismo con los pollos, con los cerdos y chanchitos, con
los pescados y las langostas. Esa distancia de la vida rural hace extravagante
que haya aficionados a las corridas de toros, a las corralejas, al coleo, a las
riñas de gallos. Porque para la mayoría de la gente que vive en las grandes
ciudades, todo animal es una mascota y las mascotas son humanas. O casi
humanas; a algunas, dicen, “sólo les falta hablar”. La mascota se ha convertido
en un ser que tiene el derecho a ser tratado como otro ser humano, o mejor:
tienen seguros de salud, de vida, peluquerías, guarderías, hoteles, profesores
de buenos modales y psicólogos. Sólo falta que a algún perro le recen como a un
santo. Nadie se opone a esos mercados.
Pero
esos amores de seres solitarios y tristes a las mascotas no pueden prevalecer
sobre el derecho de ver a los animales con otra mirada. Es también un derecho,
que además tiene una tradición y un arraigo cultural como lo tienen las
corridas de toros, los gallos, el coleo. Baste que se salga unos kilómetros de
los apartamentos y de los conjuntos cerrados para ver la fuerza que tiene el
coleo en los Llanos orientales; la riña de gallos en Bolívar, Caldas, Tolima; o
las corridas en Santander, Boyacá, Cundinamarca. Sería interesante acompañar a
Benedetti a hacer campaña política a Montes de María con la bandera de la
prohibición de los gallos; o a Galán en Yopal, Aguazul o San Martín defendiendo
la liquidación del coleo. Votos en Bogotá contra las corridas hay, y muchos.
Son mayoría. Como podrían ser mayoría los que en la provincia consideran el
homosexualismo una enfermedad. Esas mayorías no tienen el derecho a aplastar a
las minorías. Colombia es un país de países y esos países deben –y necesitan–
convivir.
Desde
otro punto de vista la discusión sobre arte o tortura de los animales, tan
demagógicamente planteada por los animalistas, llega a la cocina. Para los
animalistas es tortura y asesinato si la muerte o el maltrato se hace en
público, porque en privado es una necesidad. Matar un toro con una espada es un
delito, pero machacarle la cabeza a un ternero con un martillo eléctrico y
degollarlo es legítimo. Matar una gallina sumergiéndola en agua hirviente es
normal porque en el asadero no se sabe ni se ve el aleteo. Ahí no sufre el
animal y, además, se hace en mataderos donde nadie ve. De esa contradicción no
pueden zafarse. Ahí el tema de tortura y arte queda sin fundamento. Quizás el
secreto que esconde esta contradicción sea el hecho de que se quiera negar la
muerte como un hecho patente.
Las
corridas de toros son una metáfora viva sobre la vida y la muerte; la riña de
gallos es otra metáfora sobre las sangrientas rivalidades de la vida cotidiana:
el pez grande se come al chico, los centros comerciales acaban con las tiendas.
Esas duras formas de la vida no se pueden ocultar prohibiendo lo que las pone a
la vista como lo hacen el arte y la ciencia.
Por
último, eso de que los animalistas fueron infiltrados por turbas violentas el
domingo pasado es una falacia: Todos los que escribimos sobre toros recibimos
de ellos el mismo trato: “Como quedaría de lindo Molano colgado de las pelotas…
Y a los de El Espectador, para qué decir nada, si el papá Guillermo Cano era
igual de sádico y para que vea le tocó una muerte violenta como las que
disfrutaba en un toro, para que vea, siempre existe la justicia divina (sic)”.
Opiniones. El Espectador, 7 de enero de 2017.
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