ESTE MUNDO NUESTRO
POR: WILLIAM OSPINA. 17 MAR 2017 - 11:11 PM
Para
entender cuán difícil es la situación que afronta el mundo basta ver el
desalentador entusiasmo de los medios de comunicación hace unas semanas, cuando
se reveló que los científicos habían descubierto tres planetas posiblemente
habitables a 38 años luz de distancia.
Nadie
puede creer seriamente que eso represente una esperanza para la especie humana,
que está maltratando este planeta donde todo es propicio para la vida, y
alterando el equilibrio original con una eficiencia suicida.
Es
verdad que Stephen Hawking ha dicho que al ritmo de nuestro consumo y de
nuestro desperdicio necesitaremos muy pronto dos planetas como este, pero esa
afirmación sólo puede entenderse como una ironía. 38 años luz para una especie
que tardaría meses en llegar a Marte, y tres planetas vagamente habitables para
una especie que no ha sabido cuidar su irrepetible paraíso natural, o son
burbujas de la desesperación o son bromas siniestras. Pero sobre todo revelan
la patética incoherencia de nuestro modelo de civilización.
En
este mismo planeta, una enredadera de hermosas flores naranja con un cáliz
púrpura como un ojo negro en su centro, la Susan black eye, llevada por
capricho de un país a otro, ha terminado siendo una plaga invasora de los
bosques tropicales; un pez llevado a Cuba de aguas lejanas terminó siendo un
depredador incontrolable; una rana utilizada para exterminar no sé qué bichos
termina proliferando e invadiendo todo; un caracol de hermosa concha trasladado
para controlar otras criaturas termina siendo un peligroso portador de
bacterias, y aún así alentamos la loca ilusión de que podremos colonizar otros
planetas y sobrevivir gracias a ellos.
“Un
animal absurdo que necesita lógica” llamaba Antonio Machado al ser humano. Qué
extraño es que con nuestro talento y nuestro conocimiento sobre todo se nos
ocurran locuras. Estamos en trance de sustituir una dieta con 50 siglos de
seguro por los presurosos engendros de la ingeniería genética, que tiene el
derecho de experimentar con altos o altisonantes propósitos, pero que tendría
que esperar siglos de experimentos antes de infligirnos sus golosinas. Y aún
más indignantes que sus experimentos son sus argumentos: todo lo hacen
gobernados por el desvelo humanitario, la abnegada lucha contra el hambre y la
desnutrición, cuando sabemos que una parte considerable de los alimentos que se
producen en el mundo son destruidos para mantener los precios, o resultan
inaccesibles para los pobres, o son destinados a la producción de alimentos más
caros como la carne vacuna, o a la producción de biocombustibles.
Envilecer
la dieta, alejarla cada vez más de sus beneficios nutritivos y saludables, es
una de las tendencias más visibles de la prisa industrial. Ya es posible ver la
película que revela cómo un mercader no sólo se apoderó del invento de las
hamburguesas McDonalds aprovechando que sus inventores carecían de avidez
comercial, sino que diseñó el negocio para que el cliente consumiera el
producto en el menor tiempo posible, haciendo estudiosamente incómodo el
espacio de venta.
Toda
la industria alimenticia está concebida para que los alimentos que consumimos
tengan que haber sido alterados por el proceso, encarecidos por el diseño, el
empaque y la publicidad, deformados por la receta y el posicionamiento,
subordinados a su condición de mercancía y convertidos en enemigos del medio
ambiente con su disparatada circulación por el mundo.
No
se trata sólo de arenques pescados en el Báltico, empacados en China y
consumidos en América Latina, sino hasta de las sencillas hojuelas de Kellogs,
hechas con arroz de Tailandia y de Egipto, maíz argentino, trigo de España,
azúcar de Estados Unidos y leche en polvo de la Unión Europea, pero a las que
hay que añadir los procesos de fabricación y empaque y el transporte para
convertirlas en campeonas de las emisiones de CO2 a la atmósfera.
Un
mundo en el que se ha vuelto rentable envilecer el agua para vender agua
embotellada, rentables el ruido y el stress para vender leches antiácidas,
rentable la alarma noticiosa para vender ansiolíticos y antidepresivos, y
rentable la falta de una salud pública preventiva para vender como medicina
sólo el milagro farmacéutico y el milagro quirúrgico, parece haber exaltado
como sus dioses sólo a la insensatez y a la locura.
Hoy
estamos en condiciones de derivar la energía que consumimos de la más limpia de
las fuentes, el sol, que podrá darnos luz nocturna, calefacción invernal y
hasta telepatía los próximos diez millones de años, pero los mercaderes del
petróleo quieren mantenernos encadenados al CO2 y clausurar la historia en unas
décadas. El petróleo, que es hoy nuestro verdugo y la Helena de todas las
guerras de Troya, podría volver a ser un provechoso aliado gastado gota a gota
en cosas útiles, pero los ciegos mercaderes quieren que lo gastemos aprisa en
la tarea suicida de llegar pronto a ninguna parte.
Sin
embargo, ni siquiera el petróleo es tan malo como los políticos. Se hacen
elegir por los ciudadanos pero trabajan para las corporaciones. Sordos al
clamor de los pueblos que sólo piden empleo, salud preventiva, educación
generosa, protección del trabajo, seguridad familiar e inversión social en
tranquilidad y convivencia, sólo escuchan los cantos de sirena del lobby
empresarial, y tienen cada vez los bolsillos más grandes con el manejo de los
recursos públicos.
Ahora
quieren hacernos creer que la corrupción es un problema policivo que resolverán
los tribunales y las cárceles, pero lo corrupto es el modelo político, y hace
corruptos por acción o por complicidad a todos los que participan de la actual
deformación plutocrática de la democracia. La política dejó de ser una vocación
de servicio a la comunidad y de altos sueños colectivos para convertirse en un
negocio vulgar de calumnias, zancadillas y robos.
Se
habla mucho en Colombia de sacar las armas de la política, y es urgente
hacerlo, pero en todo el mundo es urgente algo más difícil: sacar el dinero de
la política, y eso no lo hacen los jueces, eso sólo lo puede hacer la
vigilancia ciudadana y una democracia ecológica local que cambie el poder de
los negocios centralizados por el poder de hacer las cosas y de proteger el
equilibrio irrigando recursos a la comunidad.
La
verdadera riqueza de un país es su gente: nuestros gobernantes piensan que no,
que la riqueza es el oro o el petróleo, y corren a buscar a quién regalárselos.
Necesitan buenos amigos afuera para sus financiadores, por eso extinguen la
agricultura y cierran la industria, nos devuelven a la economía extractiva del
siglo XVI, y quieren vender los árboles, el suelo, las montañas, las entrañas
de la tierra. Entonces los campesinos, cerrada la posibilidad de una
agricultura contemporánea, aliada con el conocimiento, tienen que optar por
producir el único bien agrícola que les han dejado, y el único que tiene un
mercado creciente: las plantas sagradas prohibidas.
Ya
no es necesario demostrar que la apertura económica nos dejó en manos de los
cultivos ilícitos. Ahora, cuando Trump ha empezado a decir que “los Estados
Unidos primero”, pronto le oiremos decir a nuestra dirigencia que “Colombia
primero”. Y eso no significará que van a impulsar la agricultura, ni a abrir la
industria, ni a crear empleo, sino que están pensando en cómo salvar sus
negocios.
TOMADO DE
WWW.ELESPECTADOR.COM
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