A propósito del
histórico cese el fuego, una guerra que no da más
Memoria para un
camino de paz
Un
breve recorrido por los caminos de la guerra y la paz entre el Estado y las
Farc, que dejan demasiadas víctimas y un reto histórico para pasar la página.
Por:
Jorge Cardona Alzate
El
pasado jueves 23 de junio, cuando el presidente Juan Manuel Santos y el jefe
guerrillero Timoleón Jiménez estrecharon sus manos después de anunciar el
acuerdo de cese el fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, fue
imposible no invocar la memoria. Por los vivos y los ausentes, los olvidados y
las víctimas, por aquellos que se empeñaron en la paz o los que hicieron la
guerra. Por la secuencia de varias décadas de una cronología de confrontación
que parece estar terminando sin vencedores ni vencidos. La historia de Colombia
que hoy busca otro rumbo.
Hace
68 años asesinaron al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá y se agudizó
un conflicto político que en ese momento ya era una bomba de tiempo. Muchas
familias de aquellos días de fanatismo exacerbado, que habían escuchado de sus
padres o abuelos los relatos de la Guerra de los Mil Días, las gestas del líder
indígena Quintín Lame en el Cauca desde 1911, las huelgas obreras de los años
20 o los conflictos agrarios de la década de los 30, constataron y se lo
contaron a sus hijos y nietos, cómo la beligerancia partidista envenenó los
ánimos que ya venían en punta.
En
muchas regiones de Colombia surgieron guerras, proliferaron grupos de
bandoleros, “pájaros”, chulavitas o guerrilleros, unos y otros aliados o
enemigos de las fuerzas regulares, los partidos políticos o los propietarios de
la tierra. En el sur del Tolima, en una arisca montaña entre la hoya del río
Cambrín y la quebrada La Lindosa, una columna guerrillera de liberales y
comunistas constituyó el cuartel general de El Davis. Allí se mantuvo con sus
familias hasta 1954, cuando el gobierno Rojas Pinilla ilegalizó el comunismo y
forzó su evacuación hacia otros territorios.
El
grupo mayor se asentó en Villarrica (Tolima), en Sumapaz, donde existía un
pasado de conflicto. En abril de 1955, por Estado de sitio el gobierno Rojas
declaró la zona como de operaciones militares y la guerra de Villarrica
evidenció la génesis de una confrontación mayor en ciernes. A finales de 1956,
la naciente guerrilla recobró sus “columnas de marcha” y se replegó hacia
Caquetá o Meta. Cuando llegó el Frente Nacional y renacieron los intentos de paz
con Lleras Camargo, el jefe guerrillero Manuel Marulanda Vélez pasó a ser
inspector de carreteras.
Sin
embargo, la victoria de la Revolución Cubana en 1959 modificó las expectativas
y, como en otros países de América, los grupos guerrilleros buscaron emular ese
triunfo. El contexto en el que el senador conservador Álvaro Gómez Hurtado
acuñó la expresión “Repúblicas Independientes”, para señalar las regiones que
consideraba sometidas a la influencia marxista. El detonante político para que
las Fuerzas Armadas, asesoradas por Estados Unidos, pusieran en marcha una
operación de guerra contra la expansión comunista.
La
operación Soberanía contra el enclave de Marquetalia, situado en zona montañosa
entre Tolima y Cauca, fue el comienzo. Empezó en mayo de 1964 y se publicitó
como victoria del Estado. Pero como otras veces, los guerrilleros se replegaron
hacia sus territorios y constituyeron el Bloque Armado del Sur. Luego
redactaron un Programa Agrario de Guerrilleros. En mayo de 1966, tras una
reunión de comandantes en El Pato (Caquetá), pasaron a llamarse Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia.
Después
surgieron otros grupos como el Eln y el Epl, pero el de las Farc se expandió
por Caquetá, Cauca, Huila y Tolima, y para los años 70 ya ostentaban frentes de
guerra en Magdalena Medio o la región de Urabá. Las Fuerzas Armadas, forjadas
en la doctrina contrainsurgente y el enemigo interno, proyectadas desde
Washington, a través de facultades excepcionales, fueron ampliando su papel
frente a la insurgencia. La extorsión y el secuestro fueron el sello de un
guerrilla que tampoco tuvo frenos.
No
bastaron los decretos de Estado de sitio de los gobiernos de Carlos Lleras,
Misael Pastrana y Alfonso López. Tampoco el Estatuto de Seguridad de Turbay, a
pesar de sus excesos. Para 1982, las Farc tenían 14 frentes de guerra, escuelas
de formación, bases de expansión política y un centro geográfico para su
despliegue estratégico: la cordillera Oriental. En los vasos comunicantes de la
violencia, simultáneamente, se fortalecían los grupos paramilitares que
patentaron una guerra sucia que las Fuerzas Armadas no controlaron tampoco.
Ese
fue el país que encontró Belisario Betancur cuando planteó que era el momento
de buscar una solución política al conflicto armado. Por eso, un mes después de
posesionado, creó una comisión de paz para explorar esa senda. A los ocho
meses, cuando renunció a presidirla, el exministro liberal Otto Morales
Benítez, con su señalamiento histórico, dejó para la posteridad la evidencia de
los detractores de esa compleja búsqueda: “Los enemigos agazapados de las Farc,
dentro y fuera del Gobierno”.
Belisario
Betancur persistió y a través de su nuevo comisionado de paz, John Agudelo,
logró en 1984 varios acuerdos de cese el fuego con las guerrillas. El que
suscribió con las Farc, el 28 de marzo, fue un pacto para acallar los fusiles y
desautorizar el secuestro, la extorsión y el terrorismo. Sin embargo, las
comisiones de verificación fueron insuficientes, la tregua no fue respetada por
las partes, el paramilitarismo potenció su violencia y el narcotráfico
multiplicó sus estragos en todos los frentes del país.
En
marzo de 1986, entre avances y fracasos, y el dolor lacerante del holocausto
del Palacio de Justicia, Betancur se jugó su última carta: la prórroga de los
acuerdos con las Farc y la vía libre a la Unión Patriótica (UP), movimiento
político surgido de las conversaciones de paz, para su participación en
elecciones. El 9 de marzo, la UP eligió 14 congresistas. En las presidenciales
participó con la candidatura de Jaime Pardo Leal. Pese a la violencia contra
sus militantes, había esperanza de paz.
El
presidente Virgilio Barco recogió esas banderas y para defenderlas encargó a su
comisionado de Paz, Carlos Ossa. No tuvieron tiempo para robustecer los
diálogos. El 30 de agosto, 23 días después de iniciado el gobierno, fue
asesinado el primer electo de la UP, el representante Leonardo Posada. 48 horas
después cayó el segundo, el senador Pedro Nel Jiménez. De ahí en adelante la
lista del exterminio fue imparable. En febrero de 1987, la situación de la UP
era tan crítica que en su Quinto Pleno se declaró ajena a la tregua para
protegerse.
Pero
la suerte estaba echada. El 16 de junio, en la vía entre Puerto Rico y San
Vicente del Caguán, la guerrilla emboscó un convoy militar y 26 militares
perdieron la vida. Esa agresión fue el pretexto para que la paz con las Farc
terminara. “En cualquier parte del territorio nacional en donde la Fuerza
Pública sea atacada el Gobierno entenderá que en esa zona ha terminado el cese
el fuego”, fue el ultimátum de Barco. Desde entonces no fue posible que
retornaran los diálogos.
A
pesar de los esfuerzos del comisionado de Paz, Rafael Pardo, se impuso el
lenguaje de la confrontación, mientras el paramilitarismo se ensañó con la UP.
Días de intolerancia que quedarán escritos en las infamias de la historia,
porque el movimiento político surgido de un proceso de paz fue arrasado a
sangre y fuego. El 13 de marzo de 1988, durante la primera elección de
alcaldes, la UP ganó algunos municipios y alcanzó curules a concejos y
asambleas. La respuesta de sus enemigos hizo que 1988 fuera reconocido como el
año de las masacres.
Cuando
asumió la presidencia César Gaviria, forzado a negociar con el narcotráfico que
reventaba carros bomba, su decisión fue atacar a las Farc en su enclave de
Uribe (Meta). La operación Centauro, que empezó el 9 de diciembre de 1990, el
mismo día que los colombianos eligieron a los delegatarios que reformaron la
Constitución en 1991. Pero fracasó y seis meses después, tras una toma pacífica
de la Embajada de Venezuela y un encuentro directo en Cravo Norte (Arauca),
Ejecutivo y Farc instalaban una mesa de paz en Caracas (Venezuela).
“Esta
negociación de paz se pudo haber iniciado hace 5.000 muertos”, fue el comentario
del jefe guerrillero Alfonso Cano para resumir la tragedia. Pero la solución
política no llegó y, un año después, el proceso de paz que se trasladó a
Tlaxcala (México) ya estaba cancelado. El pretexto fue la muerte en cautiverio
del exministro de Obras, Argelino Durán. No hubo convicción del Gobierno y las
Farc para encontrar el camino. Los esfuerzos de los comisionados Jesús Antonio
Bejarano y Horacio Serpa no convencieron a las Farc, ya en ascenso.
Luego
llegó a la jefatura del Estado Ernesto Samper, pero no tuvo condiciones
políticas para un proceso de paz con las Farc. En cambio los hechos de guerra
se magnificaron. Antes de que estallara el escándalo del Proceso 8.000, a
través de su comisionado de Paz, Carlos Holmes Trujillo, se avanzó en la opción
de realizar diálogos de paz en Uribe (Meta), previamente desmilitarizado. De
hecho, Samper se lo notificó al general Hárold Bedoya con su recordada frase
“Aquí mando yo”, pronunciada en la Escuela Naval en Cartagena.
Pero
la narcofinanciación de su campaña era un escándalo anunciado y en 1995 la
opción de paz con las Farc representaba una utopía. Entonces la guerra entre
Estado y Farc fue más lesiva que nunca. Se terminaban de conformar las
Autodefensas Unidas de Colombia y su violencia selectiva ya desbordaba las
estadísticas. Un contexto en el que las Farc hicieron un movimiento de jaque.
En agosto de 1996 atacaron la base de Las Delicias (Putumayo), causaron la
muerte a 28 militares y se llevaron 60 uniformados como prisioneros de guerra.
Desde
ese día, Gobierno y Farc se trenzaron en un intenso forcejeo presionado por la
sociedad civil para que regresaran los cautivos. El 15 de junio de 1997, tras
un despeje militar de 13.161 kilómetros cuadrados en Caquetá, regresaron los 60
militares y 10 infantes de Marina más que habían retenido en Juradó (Chocó). Y
desde ese día quedó claro que el candidato presidencial que apostara más frente
a la paz con las Farc iba a ganar el derecho de gobernar a Colombia. Su lista
de canjeables se acercaba a 300 prisioneros de guerra.
Triunfó
Andrés Pastrana, que a escasos días de la segunda vuelta, divulgó fotografías
de su encuentro con Manuel Marulanda para hablar de paz. Las Farc la
condicionaron al despeje militar de cinco municipios. La antesala de los
tiempos del Caguán (Caquetá), con la silla vacía de Marulanda en el comienzo de
los diálogos, o los tres años y 45 días en los que prevalecieron los
escándalos. Hasta que se rebosó la copa con el secuestro del congresista Jorge
Gechem en febrero de 2002, y regresó la guerra.
Tres
meses después ganó la presidencia Álvaro Uribe y su decisión fue extenderla.
Ocho años en que la sociedad vivió pendiente de la suerte de los cautivos en la
selva. Políticos, militares, policías y las Fuerzas Armadas dispuestas a
cumplir la orden del rescatarlos. Unos planes fueron exitosos, otros terminaron
en tragedia. Todos le dieron la vuelta al mundo. La guerra entre Estado y Farc
se tornó sin límites. Uribe había encontrado unas Fuerzas Armadas fortalecidas
por el Plan Colombia acordado con Estados Unidos y las llevó al extremo.
En
2010, a costa de muchos excesos en derechos humanos, la ecuación de la guerra
era distinta. Las Farc habían sufrido un retroceso militar y Uribe intentaba
pasar derecho con un tercer mandato. La Corte Constitucional lo impidió y a la
Casa de Nariño llegó Juan Manuel Santos, quien llevó a pensar que tomaba forma
la segunda parte de la Seguridad Democrática, hasta que vino el giro de tuerca
hacia la vía negociada. En febrero de 2012 inició la fase exploratoria. A finales
de ese año estaba trazada la ruta.
Lo
demás lo sabe el país del presente. Cinco acuerdos centrales, 1.345 días de
negociación y varias medidas para construcción de confianza. Y ahora, cese el
fuego y de hostilidades, bilateral y definitivo, con dejación de armas,
garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones criminales, incluyendo
las sucesoras del paramilitarismo, con refrendación de los acuerdos alcanzados.
Sin duda alguna, un paso histórico, como nunca antes, pero también el comienzo
de un posconflicto que no será lecho de rosas.
La
historia la cuentan los que triunfan, señala un axioma popular. El jefe
guerrillero Timoleón Jiménez dijo que “ni las Farc ni el Estado son fuerzas
vencidas”. El presidente Santos agregó que llega el fin de las Farc como grupo
armado, que no habrá más niños en la guerra y que los jóvenes tampoco tendrán
que cargar fusiles. Si todo prospera, será el principio de un tiempo nuevo. Lo
escribió John Agudelo hace 30 años, cuando concluyó su misión: “La violencia
progresa matando, en cambio la vida es inocente”. Otra vez crece la esperanza
de que ella triunfe.
*
Editor general de El Espectador y autor del libro ‘Días de memoria’.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario