LA AVENTURA DE LA
REVOLUCIÓN CUBANA. POR: WILLIAM OSPINA.
La
entrada en 1959 de los guerrilleros a La Habana se convirtió en un símbolo de
un sueño histórico. Con la Revolución por primera vez en mucho tiempo el pueblo
cubano tuvo derecho a la educación, salud y la esperanza. En 2009, a propósito
de los 50 años de la gesta, El Espectador publicó este artículo.
Fotografía
de archivo: Fidel Castro en 2005 durante un congreso en La Habana.
Cuando
en 1991 se desplomó el llamado mundo socialista, nadie se hacía ilusiones sobre
la suerte de Cuba. Había sobrevivido tres décadas a un bloqueo infame de los
Estados Unidos gracias a proclamarse socialista y a unir su destino al de las
naciones que gravitaban en torno a la Unión Soviética, pero había vivido de
vender su azúcar a unos aliados que la compraban a precio de oro. La caída de
la Unión Soviética y de sus satélites dejaba al país de repente flotando en el
vacío; era una isla dependiente, que sólo producía azúcar y tabaco, y no
parecía estar en condiciones de soportar el bloqueo mucho tiempo más. (Vea aquí
el especial sobre la muerte de Fidel Castro)
En
esos años, Cuba había resistido también, gracias a la solidaridad internacional
y al prestigio de sus dirigentes, una campaña de difamación continental que
mostraba a los gobernantes cubanos como tiranos sangrientos y al cubano como un
pueblo humillado y aplastado por la tiranía. Yo tenía ocho años en 1962 cuando
oía por la radio esos programas difundidos por “La voz de los Estados Unidos”,
que propagaban en todo el continente la imagen de Cuba como un infierno
inhabitable.
Pero
la verdad es que, gracias a la Revolución, por primera vez en mucho tiempo el
pueblo cubano tuvo derecho a la educación, a la salud y a la esperanza. Por
primera vez vivió la certeza de ser dueño de una isla donde sus padres habían
sido esclavos y peones durante siglos, donde la riqueza y el goce de la vida
sólo fueron posibles para unos pocos colonizadores peninsulares, para esa
aristocracia criolla que hizo del Caribe su paraíso sobre un mar de desdichas y
para esos magnates norteamericanos que tenían en Cuba su Jauja y su Sibaris.
Desde
enero de 1959, cuando los jóvenes guerrilleros cubanos, barbados y llenos de
proyectos, entraron en La Habana fumando sus puros enormes y rodeados por
leguas de entusiasmo colectivo, Cuba se había convertido en el símbolo de un
sueño histórico. Legiones de jóvenes solidarios venían del mundo a participar
en las zafras, a sumarse al entusiasmo de esos dirigentes, Fidel Castro, Camilo
Cienfuegos, Ernesto Guevara, que estaban tratando de instaurar la justicia
sobre largos años de humillación y de tiranía.
Los
Estados Unidos, habituados a ver caer a los dictadores que ellos mismos habían
instalado sobre las repúblicas bananeras, azucareras y cafeteras, ya se
disponían a apoyar estratégicamente al nuevo aliado, cuando advirtieron que la
Revolución cubana quería de verdad contrariar unos siglos de desprecio hacia la
gente humilde, discutir el derecho de los privilegiados, y empezaba a confiscar
propiedades norteamericanas, sobre todo de los grandes capitales que,
aprovechando las crisis económicas, prácticamente se habían comprado la isla.
Era
como si en Cuba, contra todas las previsiones meteorológicas, hubiera surgido
de repente un ciclón, y las consecuencias de la nacionalización de las empresas
fueron la fuga de capitales, el desplazamiento de los magnates anexionistas
hacia la vecina península de la Florida y, finalmente, el bloqueo económico,
impuesto por los Estados Unidos pero exigido por ellos también a las otras
naciones, un bloqueo que prohibía desde entonces todo comercio, incluso
humanitario, y condenaba a la isla a la extenuación y a la derrota.
La
Guerra Fría salvó a los cubanos de tener que entregar su Revolución a cambio de
unos electrodomésticos y de un poco de pan para sus hijos. Y la ayuda soviética
casi hizo olvidar a los cubanos que el bloqueo existía. Pero el bloqueo obró
insidiosamente sobre la realidad porque forzó al gobierno de la isla a imponer
numerosas restricciones sobre la población, y Cuba ha vivido las cinco décadas
de su Revolución en estado de guerra, con todas las incomodidades que esto
representa para la gente en cualquier país del mundo.
Nadie
duerme tranquilo junto a las fauces de un dragón hambriento. Y los ricos
cubanos de Miami, nostálgicos de su paraíso tropical, de sus hileras de
sirvientes y de sus piscinas del cobalto al zafiro, no dejaron de conspirar día
tras día anhelando volver a esos mares de caña de azúcar donde sus legiones de
esclavos negros habían producido siglo a siglo, con sangre y sudor, la blanca
azúcar que hizo la fortuna de los amos blancos.
Cuba
vivió así, sin claudicación y en medio de numerosas contradicciones, las
primeras tres décadas de su nueva historia. Mientras tanto, subsidiada por el
imperio soviético, que no la conocía pero que se beneficiaba de tener un aliado
en la vecindad del otro gran imperio, realizó sus experimentos culturales,
renovó su sistema educativo, su notable sistema de salud pública, sus estímulos
tempranos a niños y jóvenes en el campo de las artes y del deporte, su
recuperación y valoración de la memoria cultural de los hijos de África,
tradicionalmente despreciados.
Es
verdad que también los gobernantes, firmes en la ilusión de que su experiencia
era un ejemplo y un camino para el maltratado continente mestizo, y olvidando
el cúmulo de circunstancias singulares que permitieron su llegada al poder y su
continuación en él, creyeron posible exportar su Revolución a otros países de
la América Latina, sin advertir que en circunstancias distintas esas aventuras
no desencadenaban procesos de dignificación de los pueblos.
En
Colombia, por ejemplo, las guerrillas castristas, aisladas del pueblo y
encerradas en una niebla de zozobra y de paranoia, produjeron monstruos como
Fabio Vásquez Castaño, que casi exterminó en delirantes consejos de guerra a
sus propios compañeros revolucionarios. En Bolivia, la aventura de propagar por
el continente la Revolución cubana culminó en la muerte del legendario Che
Guevara, cuya imagen llegó a convertirse en un ícono de la juventud mundial,
una suerte de Cristo de los Andes, sacrificado por un sueño. Sin embargo, ¿cómo
censurar a unos jóvenes entusiastas por haber querido compartir con sus
contemporáneos el destino que les había tocado? Esos jóvenes idealistas
creyeron que la conquista de un triunfo azaroso era la promesa de un triunfo
irrestricto y ello apenas es evidencia de su juventud.
Un
póster dedicado a Fidel Castro en una calle de La Habana, un día después de su
muerte. / AFP
Es
posible censurar a los dirigentes cubanos el que en esos treinta años de
economía protegida no hubieran procurado la autosuficiencia de la isla. Treinta
años son mucho para un hombre, pero pueden ser poco para un país, cuando las
tareas urgentes no dejan tiempo para las más profundas. Estudiar sus
potencialidades económicas y naturales para averiguar de qué modo podía Cuba
inscribirse en el mercado mundial, habría exigido que sus dirigentes creyeran
en el porvenir de la economía de mercado, pero eso habría descorazonado su
esfuerzo, nacido del desprecio al mundo capitalista y de la fe en un ideal
solidario.
Para
sobrevivir al asedio, Cuba necesitó creer en un porvenir de solidaridad
planetaria, aunque éste al final se revelara como un sueño. En la realidad, su
ejercicio interno de solidaridad, que es indudable, creció al amparo de esa
discordia internacional entre el este comunista y el oeste capitalista que se
llamó la Guerra Fría. Y hay que admitir con alarma que fue esa tensa
confrontación, en la que pulularon los espías, los desafíos y los arsenales
nucleares capaces de destruir el mundo, la que permitió ese ejercicio
generosamente humano del socialismo caribeño.
Cuba
era el símbolo del planeta que se disputaban sin descanso dos fuerzas
imperiales, y esa posición de privilegio le permitió algunos experimentos. Para
comprender un poco este hecho hay que asomarse a algunas claves de la historia
cubana, ya que la convergencia sobre el territorio de la isla de los intereses
de las potencias es sólo un indicio del privilegiado lugar que ocupa Cuba en el
planeta, desde el descubrimiento de América, cuando el Caribe empezó a
convertirse en el corazón de la Modernidad.
Desde
cuando las flotas españolas transformaron al mar Caribe en el centro de la
economía de la nueva sociedad mercantil, Cuba fue tal vez la más privilegiada
extensión del universo europeo en el Nuevo Mundo. Su belleza natural era
admirable, su situación geográfica era estratégica; dominar a Cuba era dominar
la puerta de entrada al continente americano, tanto del norte como del sur. Fue
de Cuba de donde salieron las naves de Hernán Cortés a conquistar el imperio de
Moctezuma.
Antes
que en los Estados Unidos, en Cuba fue prácticamente exterminada la población
nativa, y desde entonces la fusión étnica principal se dio entre blancos
españoles y negros de África. Ya a fines del siglo XVIII el barón de Humboldt
convirtió a la isla en su más importante destino, junto con el territorio de
los viejos imperios Azteca e Inca, y con las orillas del Orinoco.
Justo
a partir de aquella época, gracias a la Revolución Francesa y a las guerras
napoleónicas que arruinaron la producción de remolacha en Europa, había
comenzado la bonanza del azúcar de caña, que convirtió a La Habana en una
ciudad imperial y a Cuba en el territorio consentido de la Corona Española en
América.
Por
ello no es extraño que la isla no haya compartido el destino de los otros
países del continente, que se independizaron en la segunda década del siglo
XIX, y que haya seguido formando parte del imperio español hasta la víspera
misma del siglo XX.
En
lo que va corrido de este año Cuba ha recibido la visita de dos presidentes
latinoamericanos. El primero en llegar a la isla fue el mandatario de Panamá,
Martín Torrijos. Esta semana fue el presidente ecuatoriano, Rafael Correa,
quien estuvo dos días. En su visita oficial, Correa le aconsejó al presidente
electo de Estados Unidos, Barack Obama, levantar el bloqueo a la isla. “Las
sanciones estadounidenses a Cuba son insostenibles, injustificables e
intolerables”, aseguró.
Una
de las visitas importantes será la de la presidenta argentina, Cristina Fernández
de Kirchner, una visita que será histórica: es la segunda mandataria de este
país en visitar la isla, luego de que lo hiciera el ex presidente Raúl Alfonsín
en los años 80.
El
precio de la Revolución
A
pesar de haber perdido sus virreinatos en México, en Bogotá, en Lima y en
Buenos Aires, España conservó el orgullo de tener un imperio mundial gracias a
las islas Filipinas en el Pacífico y a Puerto Rico y a Cuba en el Caribe. De
todas esas posesiones, Cuba era la verdadera joya de la Corona, una exquisita
joya española engastada en un mar de zafiro, la arquitectura colonial relievada
por un sol incesante, entre el olor de los mangos y el aroma del tabaco, y
proveyendo continuamente para la metrópoli su caoba y su azúcar.
Por
eso el peor momento de la historia española bien pudo haber sido aquel año de
1898, cuando gracias a la guerra contra los Estados Unidos, España perdió sus
posesiones en el Pacífico y en el Caribe, y súbitamente dejó de ser en su conciencia
uno de los grandes imperios del planeta para convertirse en uno de los últimos
países de Europa. Ello, curiosamente, produjo una oleada de inmigrantes
españoles hacia la isla ahora independiente, que además, gracias a esa
independencia, se enriquecía.
Entre
esas legiones de inmigrantes volvió Ángel Castro, el padre de los hombres que
han gobernado después la isla, un gallego que había militado en las tropas
españolas, pero que había quedado cautivado por la belleza de Cuba, y que llegó
a poseer 10.000 hectáreas de caña de azúcar en Birán, en la provincia de
Holguín, al oriente, antes de que se las quitara la Reforma Agraria.
El
crecimiento económico de Cuba prosiguió hasta comenzar la tercera década del
siglo, cuando el crack de la economía mundial hizo caer dramáticamente los
precios del azúcar, hecho que aprovecharon los Estados Unidos para comprar una
parte del territorio. Pero la riqueza de Cuba no era solamente económica. La
fusión de las culturas y de las razas había producido paulatina y naturalmente
algunas asombrosas síntesis culturales, y las que se produjeron en el campo de
la religión y del arte fueron particularmente fecundas.
Mural
dedicado a Fidel Castro en La Habana. / AFP
Cualquiera
puede preguntarse cómo debería resolverse la contradicción entre el sentimiento
religioso animista de los pueblos de origen africano y el elaborado ceremonial
de la cultura católica europea. Pero ningún antropólogo, ningún filósofo,
podría predecir lo que la realidad logró ante esa disyuntiva: el nacimiento de
la santería, en la cual el espíritu profundo de los hijos de África encontró un
modo de yuxtaponer en un solo rito la devoción por los santos católicos y el
culto de las divinidades africanas.
Lo
más notable de esta solución es que supera el deber de las exclusiones y
fusiona en una verdad profunda lo que parecía incompatible. Es allí donde se
hace manifiesto el genio de los pueblos, en el modo como logran soluciones
míticas y estéticas a los problemas que no tienen solución política ni filosófica.
También en el campo de la música, se dio en Cuba la fusión de las contradanzas
europeas, de los ritmos españoles, de la gran música del siglo XVIII que traían
los concertistas a las salas de La Habana, con las músicas de África que
persistían en la vida cotidiana de los esclavos. Así nació la Habanera, que fue
la madre del bolero y del tango, grandes ritmos latinoamericanos del siglo XX.
También
en este caso las fusiones estéticas fueron la solución a las aparentes
disyuntivas culturales de la historia. Cuba estaba en el centro de muchas de
estas aventuras, y se fue convirtiendo en una especie de santuario del
mestizaje, de la apasionada y festiva mulatería, capaz de poner sensualidad
africana en las ternuras cortesanas e insolente alegría popular en los virtuosismos
técnicos europeos. Cuando las culturas se confrontan en el arte y en el mito, y
no en la guerra, no hay perdedores, y la síntesis se logra sin sacrificar nada
esencial.
La
Revolución cubana hizo un énfasis en la valoración y recuperación de la cultura
negra, que había sido tradicionalmente despreciada por los poderes políticos y
sociales, y cerró un poco sus ojos a esa Europa de la que sin embargo también
era producto, y de un modo especial. No obstante, hubo un campo en el que, tal
vez involuntariamente, la Revolución salvó un tesoro. La Habana se había
convertido en una joya arquitectónica. Pero sus edificios de piedra, abundantes
en arcos y en columnas, lo mismo que en fachadas de trazos árabes, que a veces
se parecen a las que asoma Venecia sobre el Gran Canal, son verdaderos palacios
que exigirían para su mantenimiento otra vez legiones de sirvientes o esclavos.
La
primera prioridad de la Revolución fue proveer de vivienda a millones de
excluidos, y esto permitió ese curioso lujo de poner a vivir en legión a los
hijos de la mulatería en los palacios de la aristocracia. Parecía clamar al
cielo, en la sensibilidad de los cubanos excluyentes, que edificaciones tan
hermosas y tan lujosas se llenaran de mulatos habituados a la zafra y alergástulo.
Sin
embargo, en todo el resto de Latinoamérica los años 60 y 70, que fueron los del
auge de la Revolución, trajeron una irrisoria idea de progreso y de modernidad
que sustituyó unos valores estéticos largamente establecidos por otros
presurosos y deleznables. Grandes conjuntos urbanos, barrios refinados, villas
espléndidas, fueron derruidos en todo el continente por sus propios dueños para
aprovechar la marea de la especulación inmobiliaria, y para construir en sus
espacios edificios modernos de la más inhabitable fealdad.
Bogotá
y Caracas se llenaron de torres irresponsables, que destruyeron para mucho
tiempo la armonía urbana. Por supuesto que ello ocurrió también en Madrid y en
París, pero sin afectar de un modo tan importante el equilibrio estético de la
tradición. La Habana, por una inspiración afortunada, o por la propia escasez
que la Revolución imponía, se salvó de ser derruida para construir bloques
habitacionales a la manera horrible de los barrios periféricos de Bucarest o de
Alejandría, y en medio de la terrible pobreza de los tiempos recientes conservó
su estilo arquitectónico y quedó lista para convertirse, si la restauración
llega a tiempo, en una joya urbana incomparable, pero ahora dueña de cierta
autonomía, libre al menos del todopoder de las metrópolis.
Porque
lo más interesante que le ocurrió a Cuba en todo el tiempo de la Revolución fue
justamente lo que ocurrió en los últimos quince años, desde cuando, al
desplomarse la Unión Soviética, el país debió pagar con el precio de la privación
y de la desesperanza el derecho a estar por primera vez en su historia libre
del poder de los grandes imperios, y en condiciones de inventarse un destino en
el que tuvieran algún poder de decisión los hijos de la isla y los que han
valorado a su pueblo.
Nadie
podía prever que la Unión Soviética se desplomaría de un modo tan súbito como
insonoro. Como una hilera de fichas se fueron cayendo tras ella todos los
regímenes que gravitaban en torno suyo, y no había dudas de que Cuba caería
también.
La
sospecha de que el socialismo no existía en parte alguna se convirtió en
evidencia cuando la burocracia soviética, harto denunciada en tiempos de
Jruschov y de Brezhnev, mostró su violencia en los archipiélagos donde
confinaba a los intelectuales, su ineptitud en la tragedia de Chernobyl, su
brutalidad en la guerra de Afganistán, y probó su impopularidad con el
desmoronamiento de las estatuas colosales del comunismo.
Polonia
enardecida en plegarias a la Virgen María, Rumania enloquecida contra un dictador
kafkiano, Yugoslavia desgarrada en naciones que se odiaban, Alemania oriental
mirada como una criada pobre por sus propios hermanos del oeste, revelaron al
mundo la precariedad de un sistema que se había prometido el redentor de la
historia y que en la segunda década del siglo prometía abrir para la humanidad
los inagotables graneros del porvenir.
Fidel
Castro durante el discurso de aniversario de la Revolución cubana en 1989. /
AFP
Pero
Cuba, denunciada como una tiranía sangrienta desde los primeros días de la
Revolución, había tenido una diferencia importante con esos países que fueron
convertidos al comunismo por el ejército soviético en su avance contra los
nazis en 1945. A diferencia de tales países socializados por contagio, Cuba
había tenido una revolución verdadera, una llamarada de entusiasmo popular, y
durante todo el tiempo en que duró el subsidio soviético, sus gobernantes
habían hecho sinceros esfuerzos por dar a los cubanos educación, salud, orgullo
y dignidad. Y los pueblos no olvidan esas cosas.
Los
Estados Unidos podían denunciar al régimen cubano en todos los tonos, pero el
afecto y el respeto de los isleños por Fidel Castro eran indudables, y el modo
como escuchaban sus discursos interminables podía tener el carácter de un
continuo plebiscito de popularidad. Cuando sólo podía esperarse su
derrumbamiento, Cuba no cayó. Muerta la Unión Soviética, el bloqueo
norteamericano por fin se hizo sentir en toda su plenitud, y Cuba estuvo a
punto de desplomarse, pero una oleada de solidaridad de países amigos vino
entonces en su auxilio, y fueron los propios españoles quienes le recordaron al
gobierno cubano que España había quedado destrozada después de la Guerra Civil,
y que sólo el turismo había podido sacarla de su postración.
Cuba
tenía todo para convertirse en un gran destino turístico, sus playas, la
arquitectura de sus ciudades, su música, su cultura, su gente, incluso la
leyenda de su revolución, y gracias a ese recurso Cuba resistió los momentos
más difíciles de la crisis de comienzos de los noventa.
El
principal mal de la isla
Los
Estados Unidos, que sostuvieron a Batista, a Somoza y a Duvalier, que fueron
grandes amigos del Sha de Irán y de la dinastía Saudí, y que patrocinaron el
golpe militar contra Salvador Allende en Chile, suelen fingirse, cuando les
conviene, enemigos de las dictaduras, y emprendieron una campaña tenaz para
demostrar al mundo que la única dictadura de occidente era la cubana, aunque a
pesar de ello la solidaridad con Cuba ha crecido, al punto de que cada año las Naciones
Unidas votan unánimemente por el fin del bloqueo, con la sola excepción de los
Estados Unidos y de Israel.
Nadie
ignora que la Revolución les dio a las mayorías cubanas una conciencia de su
propia dignidad que nunca tuvo la gente en ese país, ni bajo la dominación
española, ni bajo los presidentes republicanos, ni bajo los sargentos amigos de
la CIA.
Muchos
sectores en los Estados Unidos no parecen tener más religión que el comercio y
el dinero, y profesan una idea muy curiosa de lo que son los derechos humanos.
A lo largo del siglo XIX denunciaron la pretensión de abolir la esclavitud como
un atentado contra el derecho de propiedad, y, como decía Estanislao Zuleta,
sólo comprendieron que la esclavitud era moralmente repudiable cuando se
convirtió en un mal negocio.
Su
derecho a comprar en Cuba a precios irrisorios las tierras de los propietarios
arruinados les pareció siempre más evidente que el derecho de esos propietarios
a la subsistencia. Mantuvieron en el Caribe dictadores leales a su causa sin
mayores preocupaciones por los derechos humanos, y sostienen muy buenas
relaciones con regímenes que no se parecen a la democracia al estilo americano,
con la condición de que sean buenos amigos. Jamás pensarían en bloquear a
España o a Inglaterra, aunque sus monarcas no han sido elegidos jamás por el
sufragio universal.
Y
ni piensan en bloquear a la China continental, aunque su régimen tiene la misma
legitimidad que puede tener el cubano, y se rige por unos patrones electorales
que no se parecen a los que ha vuelto obligatorios en Occidente no la
democracia, sino el poder del dinero, de las corporaciones y de los grandes
medios de comunicación.
El
régimen cubano, cuyos defectos y errores pueden enumerarse y criticarse pero no
igualan a las arbitrariedades de los dictadores argentinos, a la miseria y la
violencia de las favelas de Río de Janeiro, a la paradójica democracia
colombiana que produjo casi medio millón de muertos en el último medio siglo,
puede mostrar hoy mucho más de lo que quisiera Oppenheimer en su balance del
primero de enero. Es un país lleno de gente solidaria y pacífica, que antepone
el interés público al privado, y que respalda su revolución aunque está lejos
de pensar que se encuentran en el paraíso.
26 NOV 2016 - 9:00 PM.
TOMADO DE WWW.ELESPECTADOR.COM
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