GABRIEL GARCÍA
MÁRQUEZ RECUERDA A SU AMIGO FIDEL CASTRO
Este
es el prólogo publicado por el escritor colombiano en 1988 para el
libro-reportaje del periodista italiano Gianni Mina sobre Fidel Castro.
Publicado en exclusiva en Colombia hace 20 años por El Espectador.
POR: GABRIEL GARCÍA
MÁRQUEZ
Fidel
Castro en una sesión fotográfica por los años de la Revolución Cubana.
Refiriéndose
a un visitante extranjero al que había acompañado durante una semana en una
gira por el interior de Cuba, Fidel Castro dijo: ‘Cómo hablará ese hombre, que
habla más que yo’. Basta conocer un poco a Fidel Castro para saber que era una
exageración suya, y de las más grandes, pues no es posible concebir a alguien
más adicto que él al hábito de la conversación. Su devoción por la palabra es
casi mágica. Al principio de la Revolución, apenas una semana después de su
entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete
horas. Debe ser un récord mundial. En las primeras horas, los habaneros no
familiarizados con el poder hipnótico de aquella voz, se sentaron a escucharla
al modo tradicional, pero a medida que pasaba el tiempo volvían a la rutina con
un oído en sus asuntos y otro en el discurso. Yo había llegado el día anterior
con un grupo de periodistas de Caracas, y empezamos a escucharlos en el cuatro
del hotel. Luego seguimos oyéndolo sin pausas en el ascensor, en el taxi que
nos llevó a los barrios del comercio, en las terrazas floridas de los cafés, en
las cantinas glaciales, y hasta en las ráfagas de las radios a todo volumen que
salían por las ventanas abiertas mientras caminábamos por la calle. En toda la
noche, todos habíamos cumplido con nuestra jornada sin haber perdido una
palabra. (Vea aquí el especial sobre la muerte de Fidel Castro)
Dos
cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro por primera vez. Una
era su terrible poder de seducción. La otra era la fragilidad de su voz. Una
voz afónica que a veces parecía sin aliento. Un médico que lo escuchaba hizo
una disertación tremendista sobre la naturaleza de esos quebrantos, y concluyó
que aun sin discursos amazónicos como el de aquel día, Fidel Castro estaba
condenado a quedarse sin voz antes de cinco años. Poco después, en agosto de
1962, el pronóstico pareció dar su primera señal de alarma, cuando se quedó
mudo después de anunciar en un discurso la nacionalización de las empresas
norteamericanas. Pero fue un percance transitorio que no se repitió. Han
transcurrido 26 años desde entonces, Fidel Castro acaba de cumplir sesenta y
uno, y su voz parece todavía tan incierta como siempre, pero continúa siendo su
instrumento más útil e irresistible para el muy delicado oficio de la palabra
hablada.
Tres
horas son para él un buen promedio de una conversación ordinaria. Y de tres en
tres horas, los días se le pasan como soplos. Como no es un gobernante
académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar los problemas
donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin estruendos de
motocicletas, deslizándose a altas horas de la madrugada por las avenidas
desiertas de La Habana, o en una carretera apartada. De todo esto ha surgido la
leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal,
que puede hacer una visita a cualquier hora y desvela r a sus visitados hasta
el amanecer.
Algo
de eso era cierto al principio de la revolución, cuando aún arrastraba los
hábitos de la Sierra Maestra. No solo por la extensión de sus discursos, sino
porque no tenía un domicilio cierto, ni tuvo una oficina durante más de quince
años, ni tenía horas fijas para nada. La sede de gobierno estaba donde
estuviera él, y el poder mismo estaba sometido a los azares de su errancia.
Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos, donde lo
derribaba el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis horas de
buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada día.
Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las diez de la noche que a las
siete de la mañana del día siguiente. Dedica varias horas a los asuntos de
rutina en su oficina de la presidencia del Consejo de Estado, done hay un
escritorio en buen orden, muebles confortables de cuero sin curtir, y un
estante de libros que reflejan muy bien la amplitud de sus gustos: desde
tratados de hidroponía hasta novelas de amor. De media caja de puros que se
fumaba en un día pasó a la abstinencia absoluta, sólo por tener autoridad moral
para combatir el tabaquismo, en un país donde Cristóbal Colón descubrió el
tabaco, y que deriva de él buena parte de sus recursos.
Su
facilidad inclemente para aumentar de peso lo ha obligado a imponerse una dieta
perpetua. Sacrificio inmenso, pues su apetito es de los grandes, y es un
cazador insaciable de recetas de cocina, que le gusta preparar con una especie
de fervor científico. Un domingo sin frenos, después de un almuerzo en forma, se
tomó dieciocho bolas de helado. Pero en la vida corriente apenas si prueba un
filete de pescado con vegetales hervidos, y más bien cuando lo vence el hambre
que en un horario de rutina. Se mantiene en excelentes condiciones físicas con
varias horas de gimnasia diaria y de natación frecuente, se restringe a una
copita de whisky puro en sorbos casi invisibles, y ha logrado sobreponerse a su
debilidad por los espaguetis que le enseñó a preparar el primer Nuncio
Apostólico de la Revolución, monseñor Cesare Sacchi.
Sus
cóleras homéricas pero momentáneas son ahora fábulas del pasado, y ha aprendido
a disolver sus humores oscuros en una paciencia invisible. Total: una
disciplina férrea. Pero de todos modos insuficiente, porque la escasez de
tiempo le sigue imponiendo un horario insólito. Y la fuerza de su imaginación
lo arrastra a lo imprevisto. Con él uno sabe dónde empieza, pero nunca sabe
dónde termina. No es raro que cualquier noche se encuentre uno volando en un
avión con rumbo secreto, apadrinando una boda, cazando langostas en altamar, o
probando los primeros quesos franceses hechos en Camaguey.
Hace
mucho tiempo dijo: ‘Tan importante como aprender a trabajar es aprender a
descansar’. Pero sus métodos de descanso parecen demasiado originales, y
algunos no excluyen la conversación. Una vez se despidió de una intensa sesión
de trabajo casi a la media-noche, con signos visibles de agotamiento, y regresó
en la madrugada restablecido por completo después de nadar dos horas.
Las
fiestas privadas son contrarias a su carácter, pues es uno de los raros cubanos
que no cantan ni bailan, y las muy pocas a que asiste cambian de naturaleza
cuando él llega. Tal vez él no lo sepa. Tal vez no es consciente del poder con
que se impone su presencia, que parece ocupar de inmediato todo el ámbito, a
pesar de que no es tan alto ni tan corpulento como parece a primera vista. He
visto a los más aplomados perder el dominio frente a él, extremando la
compostura o exagerando el desenfado, sin imaginarse siquiera que él está tan
intimidado como ellos, y tiene que hacer un esfuerzo inicial para que no lo
noten. Siempre he creído que el plural de que se sirve a menudo para hablar de
sus propios actos no es tan mayestático como parece, sino una licencia poética
para encubrir su timidez.
El
hecho es que los bailes se imterrumpen, se suspende la música, se aplaza la
cena, y la concurrencia se concentra en torno suyo para incorporarse a la
conversación que entabla de inmediato. Así puede estar hasta cualquier hora, de
pie, sin beber ni comer. A veces, antes de irse a dormir, toca muy tarde en la
casa de un amigo con el cual tiene confianza para entrar sin anunciarse, y
advierte que sólo va por cinco minutos. Lo dice con tanta sinceridad que ni
siquiera se sienta pero poco a poco se va reanimando de pie con la nueva
conversación, y al cabo de un rato se derrumba en un sillón y estira as piernas, diciendo: ‘Me siento
como nuevo’. Así es: fatigado de conversar, descansa conversando.
Una
vez dijo: ‘En mi próxima reencarnación quiero ser escritor’. De hecho escribe
bien y le gusta hacerlo, aun en el automóvil en marcha, y en unas libretas de
apuntes que lleva siempre a mano para anotar cuanto se le ocurre, inclusive las
cartas de confianza. Son libretas de papel ordinario, empastadas en plástico
azul, que con los años han llegado a ser incontables en sus archivos privados.
Su letra es menuda e intrincada, aunque a primera vista parece tan fácil como
la de un escolar. Su modo de escribir parece de un profesional. Corrige una
frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en los márgenes, y no es raro
que busque una palabra durante varios días, consultando diccionarios,
preguntando, hasta que queda a su gusto.
En
la década de los sesenta contrajo el hábito de escribir sus discursos, tan
despacio y con tanto vigor, que parecían piezas de relojería. Pero esa misma
virtud lo derrotó. La personalidad de Fidel Castro parecía otra al leerlos:
cambiaba el tono, el estilo, hasta la calidad de la voz. En la inmensa Plaza de
la Revolución, ante medio millón de personas se encontró varias veces como
asfixiado por la camisa de fuerza de la letra escrita, y cada vez que podía se
apartaba del texto. En otras ocasiones se encontraba con que sus mecanógrafos
habían cometido un error, y en vez de corregirlo al vuelo interrumpía la
lectura y hacía la enmienda con el bolígrafo tomándose todo su tiempo. Nunca quedaba
satisfecho. A pesar de sus esfuerzos por darles calor y a pesar de lograrlo en
muchos casos, aquellos discursos cautivos le dejaban un sentimiento de
frustración. Pues decían todo lo que querían decir, y quizás lo decían mejor,
pero eliminaban el mejor estímulo de su vida, que es la emoción del riesgo.
La
tribuna de improvisador, por consiguiente, parece ser su medio ecológico
perfecto, aunque siempre tiene que sobreponerse a una inhibición inicial que
muy pocos le conocen, y que él no niega. En una nota que mandó hace unos años
pidiéndome participar en algún acto público, me decía: ‘Trata de vencer por una
vez tu miedo escénico como tengo que hacerlo yo con tanta frecuencia’.
Solo
en casos muy eseciales lleva una tarjeta con algunas notas que saca del
bolsillo sin ningún ritual antes de empezar, y la mantiene al alcance de la
vista. Empieza siempre con voz casi inaudible, de veras entrecortada, avanzando
entre la niebla con un rumbo incierto, pero aprovecha cualquier destello para
ir ganando terreno palmo a palmo, hasta que da una especia de zarpazo y se
apodera de la audiencia. Entonces se establece entre él y su público una
corriente de ida y vuelta que los exalta a ambos y se crea entre ellos una
especie de complicidad dialéctica, y es en esa tensión insoportable donde está
la esencia de su embriaguez. Es la inspiración: el estado de gracia
irresistible y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de
vivirlo.
Al
principio, los actos públicos empezaban cuando él llegaba, y esto era tan
improbable como la lluvia. Desde hace años llega al minuto exacto, y la
duración del discurso depende de la disposición del auditorio. Pero los
discursos infinitos de los primeros años pertenecen a un pasado que ya se
confunde con leyenda, porque lo mucho que el pueblo debía entender desde el
principio está ya más que explicado, y el mismo estilo de Fidel Castro de ha
hecho más compacto al cabo de tantas jornadas de pedagogía oratoria. Nunca se le
ha oído repetir ninguna de las consignas de cartón piedra de la escolástica
comunista, ni utilizar para nada el dialecto ritual del sistema: un lenguaje
fósil que perdió desde hace mucho tiempo
el contacto con la realidad, y al cual corresponde como anillo al dedo una
prensa laudatoria y conmemorativa, que más parece hecha para ocultar que para
difundir. Es el antidogmático por excelencia, cuya imaginación creativa vive
rondando los abismos de la herejía. Raras veces cita frases ajenas, ni en la
conversación ni en la tribuna, salvo las de José Martí, que es su autor de
cabecera. Conoce a fondo los veintiocho tomos de su obra, y ha tenido el
talento de incorporar su ideario al torrente sanguíneo de una revolución
marxista. Pero la esencia de su propio pensamiento podría estar en la
certidumbre de que hacer trabajo de masas es fundamentalmente ocuparse de los
individuos.
Esto
podría explicar su confianza absoluta en el contacto directo. Aún los discursos
más difíciles parecen conversatorios casuales, al estilo de los que sostenía
con los estudiantes en los patios de la universidad al principio de la
revolución. De hecho, y sobre todo fuera de La Habana, no es raro que alguien
lo interpele entre la muchedumbre de una manifestación pública, y que se
entable un diálogo a gritos. Tiene un idioma para cada ocasión, y un modo
distinto de persuasión según los distintos interlocutores, ya sean obreros,
campesinos, estudiantes, científicos, políticos, escritores o visitantes
extranjeros. Sabe situarse en el nivel de cada uno, y dispone de una
información vasta y variada que le permite moverse con facilidad en cualquier
medio. Pero su personalidad es tan compleja e imprevisible, que cada quien
puede formarse una imagen distinta de él en un mismo encuentro.
Una
cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel
Castro está allí para ganar. No creo que pueda existir en este mundo alguien
que sea tan mal perdedor. Su actitud frente a la derrota, aun en los actos
mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera
la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los
términos y convertirla en victoria. Pero sea lo que sea, y donde sea, todo
ocurre en el ámbito de una conversación inagotable.
El
tema puede ser cualquiera, según el interés del auditorio, pero a menudo ocurre
lo contrario: es él quien lleva un mismo tema a todos los auditorios. Esto
suele ocurrir en las épocas en que está explorando una idea que lo asedia, y
nadie puede ser más obsesivo que él cuando se ha propuesto llegar al fondo de
cualquier cosa. No hay un proyecto, colosal o milimétrico, en el que no se
empeñe con una pasión encarnizada. Y en especial si tiene que enfrentarse a la
adversidad. Nunca como entonces parece de mejor aspecto, de mejor humor, de
mejor talante. Alguien que cree conocerlo le dijo: ‘Las cosas deben andar muy
mal, porque usted está rozagante’.
En
cambio, un visitante extranjero que lo encontraba por primera vez, me dijo hace
unos años: ‘Fidel está envejecido: anoche volvió como siete veces sobre el
mismo tema’. Le hice ver que esas reiteraciones casi maniáticas son uno de sus
modos de trabajar. El tema de la deuda externa de América Latina, por ejemplo,
había aparecido por primera vez en sus conversaciones desde hacía unos dos
años, y había ido evolucionando, ramificándose, profundizándose hasta
convertirse en algo muy parecido a una pesadilla recurrente. Lo primero que
dijo, como una simple conclusión aritmética, fue que la deuda era impagable.
Poco a poco, en el transcurso de tres viajes que hice aquel año a Las Habana,
fui conociendo sus hallazgos escalonados las repercusiones de la deuda en la
economía de los países, su impacto político y social, su influencia decisiva en
las relaciones internacionales, su importancia providencial para una política
unitaria de la América Latina. Por último convocó en La Habana un congreso
masivo de especialistas, y pronunció un discurso en que no dejó pendiente
ninguna de las incógnitas de sus conversaciones anteriores. Para entonces tenía
ya una visión totalizadora que el solo transcurso del tiempo se ha encargado de
demostrar.
Me
parece que su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la
evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas. Como si pudiera ver la
mole sobresaliente de un iceberg al mismo tiempo que los siete octavos
sumergidos. Pero esa facultad no la ejerce por iluminación, sino como resultado
de un raciocinio arduo y tenaz. Un interlocutor asiduo podría detectar el
primer embrión de una idea, y seguir su desarrollo durante muchos meses a
través de su conversación empecinada, hasta que la hace pública en forma final,
tal como ocurrió co la deuda externa. Ahora bien: una vez que agota el tema, es
como si hubiera cumplido un ciclo vital: lo archiva para siempre.
Semejante
molino verbal, desde luego, requiere el auxilio de una información incesante,
bien masticada y digerida. Su auxiliar supremo es la memoria, y la usa hasta el
abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios abrumadores y
operaciones aritméticas de una rapidez increíble. Su tarea de acumulación
informativa principia desde que despierta. Desayuna con no menos de doscientas
páginas de noticias del mundo entero. Durante el día, a pesar de su vitalidad
incansable, lo persiguen por todas partes con informaciones urgentes.
Él
mismo calcula que cada día tiene que leer unos cincuenta documentos. A eso hay
que agregar los informes de los servicios oficiales y de sus visitantes, y todo
cuanto pueda interesar a su curiosidad infinita. Cualquier exageración en este
sentido sería apenas aproximada, hasta en circunstancias tan extremas como un
viaje en avión. Prefiere no volar y solo lo hace cuando no hay otra
alternativa. Pero vuela mal por su ansiedad de saberlo todo: no duerme ni lee,
apenas come, le pide a la tripulación los manuales de navegación cada vez que
tiene alguna duda, se hace explicar por qué se toma esta ruta y no esta otra,
por qué cambia el ruido de las turbinas, por qué salta el avión a pesar del
buen tiempo. Las respuestas tienen que ser exactas, pues es capaz de detectar
la mínima contradicción en una frase casual.
Otra
fuente vital de información, por supuesto, son los libros. En sus automóviles,
desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos, hasta el
Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas veces se
ha llevado un libro en la madrugada, y a la mañana siguiente lo comenta. Lee el
inglés, pero no lo habla. En todo caso prefiere leer en castellano, y a
cualquier hora está dispuesto a leer cualquier papel con letras que le caiga en
las manos. Cuando necesita algún libro muy reciente que no está traducido, se
lo hace traducir de emergencia. Un médico amigo le mandó por cortesía su
tratado de ortopedia acabado de publicar, sin la pretensión de que lo leyera,
por supuesto, pero una semana después recibió una carta suya con una larga
lista de observaciones. Es lector habitual de temas económicos e históricos.
Cuando leyó las memorias de Lee Iaccoca, descubrió varios errores tan
increíbles, que mandó a buscar la versión inglesa a Nueva York, para
confrontarla con la española. En efecto, el traductor había confundido una vez
más el significado de la palabra billón en los dos idiomas. Es un buen lector
de literatura, y la sigue con atención. Llevo sobre mi conciencia el haberlo
iniciado y mantenerlo al día en la adicción de los best-sellers de consumo
rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales.
Con
todo, su fuente de información inmediata y más fructífera sigue siendo la
conversación. Tiene la costumbre de los interrogatorios rápidos que se parecen
a una matriusca, la muñeca rusa de cuyo interior se saca una igual más pequeña,
y de la cual se saca otra igual más pequeña, y luego otra igual más pequeña,
hasta la más pequeña posible. Preguntas sucesivas que él hace en ráfagas
instantáneas hasta descubrir el porqué del porqué del por qué final. Al
interlocutor le cuesta trabajo no sentirse sometido a un examen inquisidor.
Cuando un visitante de América Latina le dio un dato apresurado sobre el
consumo de arroz de sus compatriotas, él hizo cálculos mentales y dijo: ‘Qué
raro, cada uno se coma cuatro libras de arroz al día’. Con el tiempo se aprende
que su táctica maestra es preguntar sobre cosas que sabe para confirmar sus
datos. Y en algunos casos para medir el calibre de su interlocutor, y tratarlo
en consecuencia. No pierde ocasión de informarse.
El
presidente colombiano Belisario Betancur, con quien mantuvo un contacto
telefónico frecuente a pesar de que no se conocían ni hay relaciones
diplomáticas entre los dos países, lo llamó una vez para algún asunto casual.
Fidel Castro me dijo después: ‘Aproveché que ambos teníamos tiempo, para
preguntarle algunos datos que no venían en los cables sobre la situación del
café en Colombia’.
Son
pocos los países que conoció antes de la revolución, y en los que ha visitado
después en viajes oficiales se ha visto condenado al estrecho horizonte del
protocolo. Sin embargo, también habla de ellos, y de otros muchos que no
conoce, como si los hubiera visitado. Durante la guerra de Angola describió una
batalla con tal minuciosidad en una recepción oficial, que costó trabajo
convencer a un diplomático europeo de que Fidel Castro no había participado en
ella. El relato que hizo en un discurso público de la captura y el asesinato
del Che Güevara, el que hizo del asalto al Palacio de la Moneda y de la muerte
de Salvador Allende, o el que hizo de los estragos del ciclón Flora, eran
grandes reportajes hablados.
España,
la tierra de sus mayores, es en él una idea fija. Su visión de la América
Latina en el porvenir es la misma de Bolívar y Martí: una comunidad integral y
autónoma capaz de mover el destino del mundo. Pero el país del cual sabe más,
después de Cuba, son los Estados Unidos. Conoce a fondo la índole de su gente,
sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus gobiernos, y esto le
ha ayudado a sortear la tormenta incesante del bloqueo. A pesar de las
restricciones del gobierno de los Estados Unidos, hay una línea aérea casi
diaria entre La Habana y Miami, y no pasa un día sin que lleguen a Cuba
visitantes norteamericanos de toda clase, en vuelos especiales o en aviones
privados.
Fidel
Castro ve a cuantos puede ver, se ocupa de que estén bien atendidos mientras
esperan, y hace lo posible por dedicarles bastante tiempo para un intercambio
exhaustivo de informaciones inéditas. Son verdaderos festivales de
conversación. Él les canta las verdades, y soporta muy bien que se las canten a
él. Da la impresión de que nada le divierte tanto como mostrar su cara
verdadera a quienes llegan preparados por la propaganda enemiga para
encontrarse con un caudillo bárbaro. En una ocasión, ante un grupo de
congresistas de los dos partidos, hombres de negocios y hasta un oficial del
Pentágono, hizo un recuento muy realista de cómo sus antepasados gallegos y sus
maestros jesuitas le infundieron unos principios morales que le habían sido muy
útiles en la formación de su personalidad, y concluyó: ‘Soy un cristiano’.
Fue
como soltar en la mesa una granada de guerra. Los norteamericanos, formados en
una cultura que solo entiende la vida en blanco y negro, saltaron por encima de
las explicaciones previas y quedaron deslumbrados por el estruendo de su
conclusión. Al término de la visita, ya con los primeros soles, el más
observador de los parlamentarios expresó el criterio sorprendente de que nadie
le parecía tan eficaz como Fidel Castro para servir de mediador entre la
América Latina y los Estados Unidos.
Lo
cierto es que todo el que viene a Cuba quisiera verlo de cualquier modo, aunque
son muchos los que sueñan con verlo en privado. Sobre todo los periodistas
extranjeros, que no consideran terminado su trabajo mientras no se lleven el
trofeo de una entrevista con él. Creo que él los complacería a todos si no
fuera por la imposibilidad material: en este momento hay unas trescientas
solicitudes formales en espera de un
trámite que puede ser infinito.
Siempre
hay un periodista que espera en un hotel de La Habana, después de haber apelado
a toda clase de padrinos para verlo. Algunos esperan meses. Se indignan de no
saber a ciencia cierta cuáles son los trámites certeros para llegar a él. La
verdad es que no hay ninguno. No es raro que algú periodista de suerte el haga
una pregunta casual en el curso de una aparición pública, y que el diálogo
termine en una entrevista de varias horas sobre todos los temas imaginables. Se
detiene en cada uno, se aventura por sus vericuetos menos pensados sin
descuidar jamás la precisión, consciente de que una sola palabra mal usada
puede causar estragos irreparables. En las muy pocas entrevistas formales suele
conceder el tiempo que le soliciten, aunque él mismo prolonga después con una
elasticidad imprevisible, estimulado por la dinámica del diálogo.
Sólo
en casos muy especiales pide conocer antes el cuestionario. Jamás ha rehusado
contestar ninguna pregunta, por provocadora que sea, ni ha perdido nunca la
paciencia. A veces, las dos horas previstas se convierten en cuatro y casi
siempre en seis. O en diecisiete, como fue el caso de esta entrevista que
Gianni Mina le ha hecho para la televisión italiana, y que es una de las más
largas que ha concedido, también de las más completas.
Al
final, muy pocas entrevistas le gustan, sobre todo las transcripciones
escritas, que en aras del espacio suelen sacrificar la exactitud y los matices
propios de su estilo personal. Cree que las de televisión terminan
desnaturalizadas por la fragmentación inevitable, y le parece injusto haber
dedicado hasta cinco horas de su vida para un programa de siete minutos.
Pero
lo más lamentable, tanto para Fidel Castro como para sus oyentes, es que aun
los periodistas mejores, sobre todo los europeos, no tienen ni siquiera la
curiosidad de confrontar sus cuestionarios con la realidad de la calle. Anhelan
el trofeo de la entrevista con las preguntas que llevan escritas de acuerdo con
las obsesiones políticas y los
prejuicios culturales de sus países, si tomarse el trabajo de averiguar por sí
mismos cómo es en realidad la Cuba de hoy, cuáles son los sueños y las
frustraciones reales de sus gentes. La verdad de sus vidas.
De
este modo le quitan a los cubanos de la calle una ocasión de expresarse ante el
mundo, y se niegan a sí mismos el logro profesional de interrogar a Fidel
Castro, no sobre las suposiciones europeas, que so tan lejanas, sino sobre las
ansiedades de su propio pueblo, y sobre todo en estas vísperas de grandes
decisiones.
En
fin: oyendo a Fidel Castro en tantas y tan diversas circunstancias, me he
preguntado muchas veces si su afán de la conversación no obedece a la necesidad
orgánica de mantener a toda costa el hilo conductor de la verdad en medio de
los espejismos alucinantes del poder. Me lo he preguntado en el transcurso de
numerosos diálogos, públicos y privados. Pero sobre todo en los más difíciles y
estériles, con quienes pierden ante él la burocracia empantanada, cuya
incompetencia sobrenatural ha obligado al propio Fidel Castro, casi treinta
años después de la victoria, a ocuparse en persona de asuntos tan
extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza.
Todo
es distinto, en cambio, cuando habla con la gente de la calle. La conversación
recobra entonces la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. De
sus varios nombres civiles y militares sólo le queda entonces uno: Fidel. Lo
rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo contradicen, le reclaman, con un
canal de transmisión inmediata por donde circula la verdad a borbotones. Es
entonces, más que en la intimidad cuando se descubre el ser humano insólito que
el resplandor de su propia imagen no deja ver.
Este
es el Fidel Castro que creo conocer, al cabo de incontables horas de
conversaciones, por las que no pasan a menudo los fantasmas de la política. Un
hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal
a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues, e incapaz de concebir
ninguna idea que no sea descomunal. Sueña con que sus científicos encuentren la
medicina final contra el cáncer, y ha creado una política exterior de potencia
mundial en una isla sin agua dulce, ochenta y cuatro veces más pequeña que su
enemigo principal.
Es
tal el pudor con que protege su intimidad que su vida privada ha terminado por
ser el enigma más hermético de su leyenda. Tiene la convicción casi mística de
que el logro mayor del ser humano es la buena formación de su conciencia , y
que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar al
mundo y empujar la historia. Creo que es uno de los grandes idealistas de
nuestro tiempo, y que quizá sea esta su virtud mayor, aunque también ha sido su
mayor peligro.
Muchas
veces lo he visto llegar a mi casa muy tarde en la noche, arrastrando todavía
las últimas migajas de un día desmesurado. Muchas veces le pregunté cómo iban
las cosas, y más de una vez me contestó: ‘Muy bien: tenemos llenas todas las
presas’. Lo he visto abrir el
refrigerador para comerse un pedazo de queso, que era tal vez lo primero que
comía desde el desayuno. Lo he visto llamar por teléfono a una amiga de México
para pedirle la receta de un plato que le había gustado, y lo he visto copiarla
apoyado en el mostrador, entre los trastos de la cena todavía sin lavar, mientras
alguien cantaba en la televisión una canción antigua: ‘La vida es un tren
expreso que recorre leguas miles’.
Lo
he oído en sus escasas horas de añoranza evocando los amaneceres pastorales de
su infancia rural, la novia juvenil que se fue, las cosas que hubiera podido
hacer de otro modo para ganarle más tiempo a la vida. Una noche, mientras
tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi tan abrumado por el
peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que por un instante me
pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le pregunté qué era lo
que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: "Pararme
en una esquina".
26 NOV 2016 - 9:00 PM.
TOMADO DE WWW.ELESPECTADOR.COM
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