jueves, 4 de agosto de 2016

CADA OVEJA CON SU PAREJA. POR: TATIANA ACEVEDO

CADA OVEJA CON SU PAREJA. POR: TATIANA ACEVEDO

En la década de 1930 Bogotá fue urbanizada. La construcción de redes de acueducto y alcantarillado hizo parte importante de la consolidación de una “ciudad higiénica” respaldada por revistas como Cromos y Mundo al día.

Este modelo de ciudad les prestaba especial atención a los llamados “sectores obreros” que entonces crecían. Según las publicaciones, estos eran “densos núcleos de población hacinados en habitaciones en completo abandono moral y material”. Al no contar con fortuna alguna, estas poblaciones estaban “abandonadas por la suerte”, sin “elementos de higiene y de moral”.

Barrios obreros e informales de ciudad eran pensados como la semilla de problemas: “la criminalidad, el alcoholismo, la depresión, la falta de higiene, la propensión al comunismo”. Para combatir estos “problemas” se buscó organizarlos al sur. Expandir en estas zonas “la instrucción pública”. Construirles “modestos parques, un cementerio y un campo de deportes para los hijos de los obreros”. Se crearon multas y castigos para quienes arrojasen cáscaras y se promovieron productos para limpiar, desinfectar y matar bacterias, insectos y plagas al interior de las casas. La higienización de viviendas del sur debía ser complementada con la creación de espacios bellos, bien iluminados y “jardines de aire puro”. Otra campaña en este frente se concentró en la pasteurización de la leche (“la leche cuando es pura es un alimento sin rival. La leche cuando es impura es una amenaza para la colectividad”). La ciudad soñada, higiénica, aireada, arborizada, necesitaba alternativas de movilidad. Se preocuparon los gobiernos de señoritos nombrados desde presidencia por la organización del transporte público (tranvías, trenes y buses). Por la viabilidad de las rutas, y porque los horarios tuvieran en cuenta a los sectores obreros de la ciudad.

Se definió una categoría de “no ciudadanos” que debían —para el bien de la ciudad— recluirse en asilos, hospitales y otras instituciones similares. Este conjunto estaba compuesto por los habitantes de calle: huérfanos, “mujeres desamparadas”, personas en estado de alcoholismo o de prostitución. Estos personajes eran los encargados de “ensombrecer” la ciudad higiénica imaginada. Revistas de la década del treinta sancionaron también a los “maquetas”, conocidos como “vagos” o “desocupados”. Se multaron los corrillos y las aglomeraciones.

El “buen ciudadano” debía emplear su tiempo libre en “buenas” actividades deportivas. Se sancionaron comportamientos ruidosos o escandalosos. Para que floreciera la ciudad higiénica, pulcra y libre de habitantes de calle, era indispensable barrer calles, limpiar muros con agua y jabón. Aunque muchas de las políticas de esta década, como la extensión de redes de agua, irrigaron con bienestar a la población de los “barrios obreros”, casi todas promovieron una ciudad partida, donde la inequidad se consentía (y se alimentaba) para hacerse predecible, incontestable y en cierta medida vivible. La promesa de la inclusión a través de un mejor servicio de transporte o de unos “modestos parques” no cuestionó nunca salarios ni distancias entre unos barrios y otros. Y no intentó siquiera sacudir el problema más amplio de desigualdad urbana.

Como nos lo explica el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, quien encaja de manera casi perfecta en los idearios urbanos de la década del treinta, “mientras haya mercados capitalistas, no se puede hacer mucho para cambiar la desigualdad...pero podemos mejorar la calidad de vida y crear una ciudad donde nadie se sienta excluido”. Así, más que una ciudad equitativa en la que se cierren brechas, le apuntamos a una ciudad en la que se facilite la inclusión de cada cual en su lugar. Una ciudad en la que cada quien conozca su sitio. O, para parafrasear a Manuela, la heroína literaria de Eugenio Díaz, una ciudad en la que “cada oveja conozca su pareja”.

30 JUL 2016 - 9:12 PM. Elespectador.com

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