CADA OVEJA CON SU
PAREJA. POR: TATIANA ACEVEDO
En
la década de 1930 Bogotá fue urbanizada. La construcción de redes de acueducto
y alcantarillado hizo parte importante de la consolidación de una “ciudad
higiénica” respaldada por revistas como Cromos y Mundo al día.
Este
modelo de ciudad les prestaba especial atención a los llamados “sectores
obreros” que entonces crecían. Según las publicaciones, estos eran “densos
núcleos de población hacinados en habitaciones en completo abandono moral y
material”. Al no contar con fortuna alguna, estas poblaciones estaban
“abandonadas por la suerte”, sin “elementos de higiene y de moral”.
Barrios
obreros e informales de ciudad eran pensados como la semilla de problemas: “la
criminalidad, el alcoholismo, la depresión, la falta de higiene, la propensión
al comunismo”. Para combatir estos “problemas” se buscó organizarlos al sur.
Expandir en estas zonas “la instrucción pública”. Construirles “modestos
parques, un cementerio y un campo de deportes para los hijos de los obreros”.
Se crearon multas y castigos para quienes arrojasen cáscaras y se promovieron
productos para limpiar, desinfectar y matar bacterias, insectos y plagas al
interior de las casas. La higienización de viviendas del sur debía ser
complementada con la creación de espacios bellos, bien iluminados y “jardines
de aire puro”. Otra campaña en este frente se concentró en la pasteurización de
la leche (“la leche cuando es pura es un alimento sin rival. La leche cuando es
impura es una amenaza para la colectividad”). La ciudad soñada, higiénica,
aireada, arborizada, necesitaba alternativas de movilidad. Se preocuparon los
gobiernos de señoritos nombrados desde presidencia por la organización del
transporte público (tranvías, trenes y buses). Por la viabilidad de las rutas,
y porque los horarios tuvieran en cuenta a los sectores obreros de la ciudad.
Se
definió una categoría de “no ciudadanos” que debían —para el bien de la ciudad—
recluirse en asilos, hospitales y otras instituciones similares. Este conjunto
estaba compuesto por los habitantes de calle: huérfanos, “mujeres
desamparadas”, personas en estado de alcoholismo o de prostitución. Estos
personajes eran los encargados de “ensombrecer” la ciudad higiénica imaginada.
Revistas de la década del treinta sancionaron también a los “maquetas”,
conocidos como “vagos” o “desocupados”. Se multaron los corrillos y las
aglomeraciones.
El
“buen ciudadano” debía emplear su tiempo libre en “buenas” actividades
deportivas. Se sancionaron comportamientos ruidosos o escandalosos. Para que floreciera
la ciudad higiénica, pulcra y libre de habitantes de calle, era indispensable
barrer calles, limpiar muros con agua y jabón. Aunque muchas de las políticas
de esta década, como la extensión de redes de agua, irrigaron con bienestar a
la población de los “barrios obreros”, casi todas promovieron una ciudad
partida, donde la inequidad se consentía (y se alimentaba) para hacerse
predecible, incontestable y en cierta medida vivible. La promesa de la
inclusión a través de un mejor servicio de transporte o de unos “modestos
parques” no cuestionó nunca salarios ni distancias entre unos barrios y otros.
Y no intentó siquiera sacudir el problema más amplio de desigualdad urbana.
Como
nos lo explica el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, quien encaja de manera
casi perfecta en los idearios urbanos de la década del treinta, “mientras haya
mercados capitalistas, no se puede hacer mucho para cambiar la
desigualdad...pero podemos mejorar la calidad de vida y crear una ciudad donde
nadie se sienta excluido”. Así, más que una ciudad equitativa en la que se
cierren brechas, le apuntamos a una ciudad en la que se facilite la inclusión
de cada cual en su lugar. Una ciudad en la que cada quien conozca su sitio. O,
para parafrasear a Manuela, la heroína literaria de Eugenio Díaz, una ciudad en
la que “cada oveja conozca su pareja”.
30
JUL 2016 - 9:12 PM. Elespectador.com
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