Esta tierra donde es dulce la vida (II): Los desafíos de la morada urbana
Por: William Ospina
Nadie ignora que la opulenta cultura contemporánea camina por el borde del precipicio. La urbe global alza sus torres babilónicas en Chicago y en Singapur, vigila con sus drones hasta la última aldea, hace pulular sus hipermercados y salpica con sus guerras remotas su propio rostro, pero también arrasa las selvas, hace flotar islas de plástico en los océanos y asfixia los cardúmenes, pierde el alma y el mundo en su expansión incontrolada.
Cada conquista magnífica parece venir acompañada de una maldición. Hemos construido un mundo espléndido pero hemos envenenado los manantiales; objetos exquisitos que son fruto del acumulado saber de las generaciones en pocos años son arrojados en montañas de escombros; cada vez convertimos más en basura nuestros más prodigiosos inventos, y hemos perdido la capacidad de ver que la más humilde flor es más admirable en su diseño, más delicada en su composición y más incomprensible que nuestros inventos más sofisticados.
Todo nuestro talento parece volverse contra nosotros, y la súbita sospecha de que la más alta flor de la civilización está envenenada parece hundirnos en el desconcierto. Ya hay quien empieza a pensar no sólo que la ciudad es un error, sino que tal vez fue un error haber bajado de esos árboles. Pero yo creo que del caos de la modernidad un día se alzará una nueva morada humana, porque no es la ciudad el error, sino el rumbo que ha tomado con la civilización contemporánea. Perdido el sentido del límite y el principio del equilibrio, todo un orden mental, un orden mítico y un orden moral se han hundido en el abismo. Fuerzas que sólo están interesadas en su propio crecimiento y en su propia prevalencia han tomado el timón de la historia, y la usura y el lucro han alterado el orden de las prioridades humanas.
Abandonados los fundamentos que procuraban hacerla armoniosa, equilibrada, solidaria y creadora, la ciudad ya no es un nicho de las búsquedas de la civilización, del ideal de belleza y de convivencia, de eso que llamaba Borges hablando de Paul Valery “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”, sino que crece sin control, sin sensibilidad y sin justicia, prolifera como un organismo irrestricto, e irradia sobre el entorno sus emanaciones y sus miasmas, sus basuras y sus escombros, su malestar y su extravío.
Todavía estamos en condiciones de experimentar, pero pronto descubrimos que lo que se necesita no es un nuevo diseño urbanístico, mejores medios de transporte, servicios, conexiones, mercados, distracción, gobierno riguroso o vigilancia creciente, sino un nuevo orden de prioridades, una escala de valores, y un fundamento más profundo. Por eso es tan importante la sentencia de Aristóteles: si la ciudad es la cultura, si es de la cultura de lo que el ser humano no puede prescindir, la ciudad no es apenas el ladrillo y la piedra, los templos y las fábricas, los mercados y los hospitales, los cuarteles y las cárceles, las escuelas y los centros de recreación, las bibliotecas y los arrabales: la ciudad es un orden mental y un orden sensorial, una memoria y un sueño, un gran diálogo con el mundo y un gran juego colectivo, coro y drama, algo que el lenguaje descifra y cohesiona, interroga y conjura. La ciudad es el encuentro de la naturaleza con el espíritu, de la piedra con la carne, del mundo, que siempre recomienza, con la palabra.
Colombia vive hoy una suerte de nostalgia del campo. La expresaron los jóvenes estudiantes que hace poco se solidarizaron con los movimientos campesinos y se declararon agrodescendientes, aunque la urbe los había educado en el menosprecio del mundo rural y en la discriminación de lo que cierta época llamaba los montañeros.
Pero es que a diferencia de otras regiones del mundo, lo que aquí nos expulsó del campo no fue la naturaleza sino la violencia, la violencia que llenó los campos de miedo y de incertidumbre y destruyó la vieja vocación campesina de hospitalidad, de confianza y de solidaridad. En cierto modo nuestras ciudades son más campesinas que antes, el gran proyecto urbano se ve alterado sin fin por barriadas que no saben de arquitectura ni de urbanismo, que improvisan un orden urbano precario y caótico, donde también la nostalgia del campo se deforma y se desnaturaliza.
Lo que ocurrió en Colombia a partir de los años cuarenta del siglo XX pasó en todos los países tropicales y equinocciales, que por su paisaje y su clima tenían la posibilidad de construir una polis en los campos, y a los que no les fue permitido construir un modelo de ciudad acorde con su geografía, con sus climas, con sus tradiciones culturales, sino que se les impuso a sangre y fuego el dictado de unas metrópolis que ya sólo veían en lo urbano la realización de un proyecto comercial y político autoritario y subordinado, no la construcción de una morada que dejara expresar los elementos invisibles de la cultura.
El mundo cambia aceleradamente, y los males de un orden enemigo a la vez de la naturaleza y de las culturas diversas se hacen cada vez más evidentes. A nuestra confusa y desequilibrada urbanización se añaden las consecuencias de un modelo global que enrarece los aires, saquea las selvas, envenena los ríos y destruye los climas. Cada día nos despierta la conciencia creciente de que la ciudad debe cambiar, de que el mundo debe cambiar, y de que las soluciones ya no pueden ser ideales proyectados al porvenir sino modificaciones fecundas en lo inmediato.
Sabemos que lo que hay que cambiar no es tanto la ciudad sino la gente que la habita, que la revolución que necesitamos es una impostergable revolución de las costumbres. No se trata de despoblar las ciudades y repoblar los campos sino de impedir que la mancha urbana avance sobre los campos como una enfermedad, y que para ello más bien son los campos los que deben avanzar sobre la ciudad, porque el principal desafío de la especie es reconstruir el bosque planetario, reconciliar la ciudad con el mundo.
Aunque nuestro modelo de ciudad se esfuerza por ocultarlo, la naturaleza está presente por todas partes en el mundo urbano. Aquí están el aire y el agua, los alimentos y los climas, la topografía y la lluvia, la presión atmosférica y la fisiología, el día y la noche, el sol y las nubes, los pájaros y las estrellas. El campo nos envía continuamente sus dones y sus frutos, y aunque los urbanistas no lo crean, no son los grifos los que inventan el agua ni los ventiladores los que inventan el aire. Nosotros mismos somos en primer lugar naturaleza, aunque sólo por la cultura lo sabemos.
Y a pesar de que las religiones y las filosofías nos hayan hecho creer que éramos ángeles venidos de no sé qué cielo y que al final de todo volvíamos a nuestra patria eterna, la gran aventura de la modernidad es la revelación, no de nuestros humildes sino de nuestros altos y asombrosos orígenes: que somos más afines a las salamandras que a los ángeles, que hemos llegado desde las metamorfosis de Ovidio hasta las de Kafka, y que nuestro sueño de ser la imagen y semejanza de Dios y la criatura superior de la naturaleza en vez de mejorarnos deterioró el mundo del que habíamos brotado.
Tomado de www.elespectador.com
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