UN
MUNDO SIN TRABAJO. POR: PIEDAD BONNETT
¿Es
posible que lleguemos a un mundo sin trabajo? La pregunta parece remitirnos a
un mundo de ciencia ficción, de esos que imaginan los novelistas y que pueden
ser hermosas utopías o escenarios de horror.
Pero
lo que nos parece hoy una hipótesis descabellada está siendo planteada por
varios analistas a partir de cambios sociales y económicos que ya se están
dando: como que la innovación tecnológica, cada vez más veloz, traerá más y más
desempleo. Un ejemplo lo da Kaushik Basu, profesor de Cornell, en una de las
interesantes entregas que viene publicando este diario con el título de
Pensadores: ya hay casos como el de Eastman Machine, una fábrica de máquinas y herramientas
de Buffalo, que no dependen de mano de obra humana; apenas tiene 122 empleados,
que representan un 3 % de sus costos de producción, y además puede “fabricar
sus productos a un costo marginal desdeñable”.
Como
el mismo Basu indica, la innovación tecnológica no sólo es inevitable sino que
siempre será deseable. Pero plantea problemas que, como civilización, tendremos
que saber analizar y resolver. El tema tiene muchas aristas. Pero el enfoque
que encuentro más interesante, porque nos pone a repensarnos como individuos y
como sociedad, es el de Michael Sandel, profesor de filosofía política de
Harvard. Para él, “la pérdida de puestos de trabajo debido a la tecnología” y
el hecho de que la actividad económica se haya desplazado “de hacer cosas a la
gestión de dinero” (que hace, por ejemplo, que banqueros de Wall Street reciban
remuneraciones desmesuradas) está afectando “la estima otorgada al trabajo”, la
dignidad que le hemos concedido siempre. Sandel es contundente: para él, la
propuesta de pagar a todos los ciudadanos un ingreso básico –que por cierto
empezó a implementarse en enero, como experimento, en Finlandia y Escocia– es
“una forma de suavizar la transición a un mundo sin trabajo”. “Si se debe
acoger o se debe resistir la llegada de tal mundo es un interrogante que será
fundamental para el ámbito político en los años venideros”.
Tendríamos
que reflexionar sobre el trabajo, ese derecho fundamental del hombre que
debería dar sentido a la vida y otorgarnos felicidad. Desafortunadamente, esa
concepción, tan elemental, ha sido desvirtuada en el mundo moderno. Las
mayorías están condenadas al trabajo como mera rutina, acción mecánica, incluso
castigo. Como anotó Hannah Arendt, la sociedad de consumo nos ha devuelto a la
condición, tristemente pasiva de animal laborans. La vida activa –la que
posibilita creatividad, libertad, pensamiento, acción en el real sentido de la
palabra— es patrimonio de unos pocos. En un mundo donde todo lo regula el
mercado, la conexión entre trabajo, vocación y habilidades es un lujo de unos
pocos. Somos, además, víctimas de la hiperactividad productiva. El ocio,
espacio para la ensoñación, para el arte, el deporte, la conversación, el mero
deambular, la observación del mundo, se ha convertido en un tiempo que apenas
da para reparar el cansancio. ¿Será que algún día los hombres recuperamos el
trabajo como algo que tiene que ver con lo que somos, con nuestra identidad?
Según Sandel, ese será uno de los temas con los que tendrán que lidiar los
partidos políticos si quieren derrotar los falsos populismos.
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