PADRES,
PADRONES Y EUNUCOS. Por, HECTOR ABAD FACIOLINCE
20/08/2018
La
Iglesia Católica, a partir de los movimientos de liberación sexual (cuyo auge
llegó en la segunda mitad del siglo pasado), quedó situada en una posición muy
incómoda cuando pretendió seguir imponiendo su moral sexual tradicional en un
mundo que cambiaba rápidamente. Para quienes crecimos en el último tercio de
ese siglo fascinante, el XX, hubo un claro choque entre aquello que nos decía
la ciencia, y lo que intentaba inculcarnos una religión anclada a visiones
sexófobas muy antiguas, que se remontaban a citas del antiguo testamento y a
epístolas de San Pablo.
En
la adolescencia, médicos y psicólogos nos informaban que no había nada malo en
masturbarnos, y que este goce solitario nos ayudaría a tener más tarde una
sexualidad sana y placentera, en compañía. Pero al mismo tiempo los curas nos
advertían que esa misma actividad era pecaminosa y que cada paja era una piedra
que empedraba el camino al infierno. Mientras los biólogos nos decían que
cierto porcentaje de la población tenía espontáneamente deseos homosexuales que
no debían reprimirse sino vivirse con alegría y libertad, los sacerdotes
insistían en que la homosexualidad era “contraria a la ley natural”,
“intrínsecamente desordenada”, y que no podía “recibir aprobación en ningún
caso.”
Con
la aparición de la píldora y de métodos anticonceptivos accesibles y seguros,
nuestra iniciación sexual se desligó de los sórdidos prostíbulos de las
generaciones anteriores (y de las enfermedades venéreas que parecían ser su
castigo inevitable) y con amigas y novias, en un acuerdo entre iguales, pudimos
disfrutar de buenas relaciones sexuales prematrimoniales. Pero mientras
nosotros aprendíamos y nos divertíamos, la jerarquía católica seguía
enseñándonos que estos comportamientos eran fornicación y pecado, que el sexo
solo podía ejercerse después del matrimonio y con el único fin de procrear.
Lo
anterior no es lo más grave ni lo más triste. Lo más grave es que mientras la
Iglesia predicaba y ordenaba que nos sometiéramos a esas antiguas costumbres de
represión y abstinencia, muchos de sus sacerdotes y jerarcas, incapaces de
practicar la castidad que tanto recomendaban desde el púlpito y los
confesionarios, abusaban de menores de edad, tocaban y violaban a seminaristas,
dejaban embarazadas a alumnas, sirvientas y aspirantes a monjas. Y algo peor,
cuando estas cosas se sabían, obispos y cardenales las ocultaban y tapaban
porque “lo que la Iglesia más odia es el escándalo”, y había que defender a
toda costa el prestigio de la milenaria institución cristiana.
La
justicia de Estados Unidos destapó esta semana mil casos de abuso sexual
infantil y juvenil cometido por curas católicos en Pennsylvania, y el
ocultamiento de estos que no son solo pecados (según la doctrina), sino también
delitos y crímenes contra menores indefensos, cometidos en colegios, seminarios
y hospitales. Esto no es nuevo. Basta leer novelas españolas del siglo XIX
(recomiendo La Regenta de Clarín y Tormento de Galdós) para saber que casos de
curas lúbricos ha habido siempre. Para evitar el escándalo la Iglesia ha
practicado sin tregua la hipocresía y cometido el delito de encubrimiento.
Es
posible que la Iglesia sobreviva a estos escándalos que la dejan tan mal
parada, pero yo (desde afuera y como un no creyente post-cristiano) me pregunto
si no les convendría a los católicos plantearse seriamente el celibato voluntario
y no obligatorio para todos los curas, y si no le convendría a la Iglesia, para
sufrir y hacer sufrir menos, una revisión a fondo de toda su doctrina sexual.
No vivimos en un mundo de eunucos y castrados; el ideal femenino no es ser
mujeres vírgenes y virginales. Por supuesto que no es posible vivir en “el
imperio de los sentidos” y todos debemos al mismo tiempo ser libres y controlar
nuestras pulsiones más primitivas, pero no con los viejos dogmas de muy dudosos
santos, como San Pablo, que predicaron una represión absoluta, malsana e
insostenible.
Tomado
de www.elespectador.com
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