BOGOTÁ EN CARRITO. POR:
TATIANA ACEVEDO
Dice
un experto que las tres fortalezas que hoy en día tiene Bogotá como destino
turístico son su oferta de compras, la amabilidad de sus gentes y su
arquitectura urbana color ladrillo.
Un
columnista de tradición explica que mientras Chicago es de concreto y New York
de acero, Bogotá es de ladrillo. Otro les agradece a los arquitectos Chuli
Martínez, Fernando Martínez, Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona, por tapizar
la ciudad de este material “que atenúa la sensación de caos”.
Del
rosado anaranjado que produce la arcilla cocida en municipios cercanos están
hechos muchos techos y paredes desde el norte hasta el centro. El ladrillo
áspero, rugoso, fijado por capas de cemento se queda quieto y no se ensucia
fácilmente ni se desmorona. Pero se deja raspar con paciencia o desespero con
cualquier cuchillo o cuchara. Porque si Bogotá es la ciudad del ladrillo, que
hace sombras de colores con el sol de la mañana, también es la del polvo de ladrillo
que se usa para mezclar con el bazuco de las tardes y las noches.
Carrito,
bicha, susto, basura sucia de coca. El bazuco se hace de los alcaloides de la
hoja de coca que no llegan al estatus de cocaína y se adultera con otras
sustancias como cafeína, anfetaminas y polvo de ladrillo. Lo fuman todos los
días en la ciudad para agarrar un placer agresivo que irremediablemente desova
en ansiedad o pánico, paranoia y ganas de más. En la prensa de los ochenta ya
figura el romance de las calles bogotanas con estos polvos. “Bazuco, el humo
del diablo” tituló en 1983 la revista Semana y anunció que lo vendían en los
barrios, entre papeletas hechas con el papel del directorio telefónico.
Desde
entonces se han descrito a cada rato sus efectos adversos, sus legados
difíciles para la salud, el corazón y la cotidianidad de quienes lo consumen.
El bazuco es barato y produce dependencia. La organización Acción Técnica
Social (ATS), que trabaja por reformar las políticas en cuanto a consumo de
sustancias, explica con empatía cómo varias personas usuarias cuentan que
sienten la muerte encima. “Que te están siguiendo”, “que están hablando de ti”.
“El placer inmediato” explica ATS, “hace que se incremente la frecuencia del
uso, llevando a las personas a consumir decenas de dosis diarias. Este consumo
diario se empalma con la decisión de vivir en condición de habitante de calle.
El
último censo de la Secretaría de Integración Social contó a 9.514 personas que
habitan en las calles. En su mayoría frecuentaban el sector del Bronx
desalojado por la administración de Enrique Peñalosa en mayo pasado. De acuerdo
con la administración, el CTI de la Fiscalía y la Dirección de Inteligencia de
la Policía colaboraron en un plan innovador y cuidadoso para hacer el operativo
contra la criminalidad organizada a estas cuadras, que manejaba el
microtráfico, la extorsión y la prostitución infantil. Sin embargo, el llamado
“golpe del Bronx” no fue innovador ni cuidadoso con la comunidad. Con quienes
fumaban, querían y vivían ahí.
Cada
superficie en ladrillo que no esté rigurosamente vigilada va a ser raspada y el
ladrillo asalmonado guardará una memoria de esa comunidad. Ahora sin Bronx
Bogotá, con sus fachadas bonitas, su desigualdad grosera e historia reciente de
capital de un país en guerra, sigue abrazando los humos del bazuco. Aunque las
papeletas todavía pasan entre manos, los habitantes de calle están hoy más
solos, vulnerables. Y las alcaldías de Peñalosa uno y dos, serán recordadas por
esto.
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