jueves, 30 de julio de 2015

Las Farc destapan las cartas. Por, Juan Manuel Ospina. elespectador.com

Las Farc destapan las cartas.  Por, Juan Manuel Ospina.  elespectador.com

Aplaudo la claridad en los medios del penalista Enrique Santiago, asesor de las FARC en el tema de justicia, el nudo gordiano de las negociaciones de La Habana. Planteó sin rodeos ni melindres jurídicos la posición de la guerrilla respecto al espinoso tema de las responsabilidades en el conflicto y de las penas que de ellas se desprenderían.

Hacía falta esa claridad para conocer el agua que nos moja en la mesa de negociación. Solo conociendo la verdad y lo que ella implica, podrá el país finalmente entender lo que está en juego, al darle argumentos a la razón y desbancar las posiciones puramente emocionales imperantes o el anodino pensamiento mágico (“lo único que quiero es que se acabe esta guerra”).

La cuestión no puede plantearse en términos de gusto o de simpatía/antipatía, sino de necesidad: esta guerra degradada no da más y es imposible que alguna de las partes la gane – ni vencedores ni vencidos –; no otra es la razón de que estén en la negociación. Prolongarla llevaría a su degradación final en un “narcobandolerismo” de pesadilla. Las razones para apoyar la solución política pueden ser fruto de la convicción, por principios si se quiere, o por conveniencia, por simple interés.

El punto central del planteamiento guerrillero es que se reconozca que en la génesis del conflicto hay una responsabilidad compartida entre Estado y guerrilla. Que las FARC reconozcan una responsabilidad, aunque menor frente a la del Estado, es ya un gran avance que plantearía una cierta simetría, el término es mío, entre el Estado y la guerrilla. Para las FARC, la responsabilidad, no solo política, del Estado no está en cabeza de las Fuerzas Armadas, a las que respetan, sino en quienes dieron las órdenes; por la cadena de mando llegan al Consejo de Ministros, al igual que en la guerrilla se desemboca en el Secretariado. Es en esas instancias de decisión y mando, donde consideran que no debe haber impunidad - “nichos de impunidad” - y sí un trato que se corresponda con las responsabilidades de unos y otros.

Santiago plantea que tanto el orden constitucional vigente como las normas internacionales, permiten que “a cambio de verdad completa, exhaustiva y detallada se acuerden sanciones que reparen y restituyan a las víctimas… creer que la única sanción es la cárcel, es un concepto medieval”. Ese punto es bien importante, pues la justicia nunca puede estar al servicio de la venganza, aunque ésta sea social, sino del reconocimiento y restauración de los derechos concretos de unas víctimas de carne y hueso. Para ello se requiere conocer la verdad “completa, exhaustiva y detallada”; solo entonces la sociedad iniciará su proceso de sanación; no es la cárcel la que sana, sino la verdad. De ahí la importancia de la comisión de la verdad. Es falso que solo la cárcel, “aunque sea poquita”, evita la impunidad. Para las FARC, si ha de haber un solo día de cárcel que sea para todos los responsables. Ellos no reclaman impunidad/amnistía para la guerrilla sino igual trato para todos los responsables, con el Estado a la cabeza. Es un asunto político y no meramente jurídico.

Termina Santiago con algo que se comenta en voz baja, no solo en Colombia sino en Madrid y Washington, y es que el expresidente Uribe debería ser el más interesado en que “este modelo de verdad salga adelante”, pues podría serle útil como argumento para enfrentar los problemas jurídicos que le esperan en el camino. 

Las Farc destapan las cartas.  Por, Juan Manuel Ospina.  elespectador.com


Los votos del rebaño. Por, Javier Ortiz. elespectador.com

Los votos del rebaño. Por, Javier Ortiz. elespectador.com

En la sesión del pasado jueves en el Concejo Distrital de Cartagena se presentó un ciudadano con el torso desnudo y un escrito en la piel que decía “No vendas tu voto”.

La singular actuación obedecía a una protesta contra un proyecto que pretende prohibir que los turistas circulen sin camisa por el espacio público. El concejal Antonio Salim Guerra, de Cambio Radical, inmediatamente solicitó que se prohibiera la entrada de todo aquel que pretendiera ingresar descamisado. Guerra actuó rápido, determinado y sin titubeos. Éste ha sido el estilo de algunos concejales en estos días, una suerte de cruzada por la moral y las buenas costumbres que, al final, tendrá consecuencias en las próximas elecciones.

En la sesión del 12 de julio, según la bitácora de la Fundación ProCartagena, algunos concejales expresaron repudio a una columna de opinión del diario El Heraldo que los señalaba de ignorantes, racistas y clasistas por el proyecto de acuerdo que busca censurar los bailes eróticos en los menores de edad, y de paso, el concejal César Pión calificó de “estúpida” a la columnista. Todo parece indicar que hacen referencia a Catalina Ruiz-Navarro y la columna de su autoría “Embarazo por baile”, en la que menciona un “despliegue de estupidez, ignorancia, racismo y clasismo sin precedentes” en el Concejo de Cartagena. Pión, el mismo concejal que le dice estúpida a Ruiz-Navarro, es el autor de la iniciativa que prohíbe que la gente circule sin camisa. Su tono dictatorial no solo pretende imponer sanciones, por ejemplo, a turistas en vestidos de baño, sino que se atreve, otra vez sin titubeos, a irse lanza en ristre contra la libertad de prensa.

Un mes antes, la cruzada de la “moralidad” tomaba fuerza en esta corporación. Antonio Salim Guerra mencionaba con insistencia la necesidad de convocar a los gerentes de emisoras locales para censurar canciones cuyo contenido —y con el criterio de quién sabe quién— incite a la violencia.

Algunos concejales están usando debates medievales para hacer campaña. Ya es conocido que Antonio Salim Guerra asiste a una iglesia cristiana muy confluida. Mientras muchos van a su encuentro con Dios y con su comunidad, es posible que el político solo esté contando votos como ovejas del rebaño.

La censura siempre será una medida popular en sociedades conservadoras y Cartagena, una ciudad racista, clasista y excluyente, no es la excepción. Mientras unos pocos ciudadanos protestan por las absurdas medidas, muchos otros se abrazan a una visión de orden y rescate de los valores tradicionales. La idea de la prohibición vende, y con esa venta se compran votos.

La censura de la música, del baile y del torso sin camisa en los turistas en una ciudad con playa no solo parecen caricaturas de la realidad y son inconstitucionales, sino que presentan vacíos en su implementación. Sin embargo, en esto gasta tiempo el Concejo de Cartagena, tiempo que se paga con recursos públicos, y tiempo que puede invertirse en los problemas estructurales de una ciudad difícil y hostil, con una enorme faja de miseria.

Esta suerte de penosos concejales, zorros viejos de la política cartagenera, sin embargo, se mueven con altivez, se creen ellos mismos sus discursos de moralidad retorcida, con sus caras bien puestas, como si los ciudadanos no conociéramos el tamaño minúsculo de sus escrúpulos.

Los votos del rebaño. Por, Javier Ortiz. elespectador.com


miércoles, 29 de julio de 2015

Los héroes de la retirada. HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Los héroes de la retirada. HANS MAGNUS ENZENSBERGER 

En todas las capitales de Europa se encuentra uno, allí donde el espacio alcanza su mayor densidad simbólica, o sea, en el centro, verdaderos centauros de enorme corpulencia, seres híbridos de metal fundido, bajo cuyos cascos acuden presurosamente funcionarios a sus ministerios, espectadores a la ópera y creyentes a misa: emperadores romanos, grandes electores, generales eternamente victoriosos. La quimera del hombre montado a caballo representa al héroe europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente sería totalmente inimaginable. Desde la invención del automóvil, el sentir universal se ha bajado del caballo; Lenin y Mussolini, Franco y Stalin supieron manejarse sin monturas ecuestres. En cambio, alimentó el número de muestras. Las islas del Caribe y las agrupaciones de Siberia fueron sembradas de héroes petrificados, y las botas de los representados alcanzaron en bastantes ocasiones alturas, similares a las de una casa unifamiliar. La inflación y la elefantiasis anunciaron el próximo final de aquellos héroes, a los que jamás les preocupó otra cosa, que la conquista, el triunfo y la megalomanía.Los escritores lo habían presentido. La literatura se había despedido definitivamente, hace más de un siglo, de aquellas figuras miiticas que ella misma había contribuido a crear. La loa soberana y la leyenda heroica pertenecen desde entonces a la prehistoria. La literatura no se ocupa ya desde hace mucho tiempo de Augusto o de Alejandro, sino de Bouvard y Pécuchet, VIadimir y Estragón. Del rey Federico y de Napoleón sólo se habla en los sótanos literarios y, por supuesto, menos todavía de los himnos de Hitler y las odas de Stalin, cuya determinante era desde el principio verdadera escoria.

Por el contrario, la llamada gran política se ha mantenido hasta el presente aferrada y entregada al clásico esquema heroico. Hoy, como ayer, exalta con condecoraciones la memoria de los héroes y sueña con triunfos inalcanzables. En este proceso de anquilosamiento, la política ha alcanzado el último grado, como se pone de manifiesto no sólo en su impotencia simbólica, sino también en la pequeñez del ámbito de sus acciones. La normalidad democrática está presa de la ambición y sed de gloria que sufren de forma visible los dirigentes; no se trata de conquistar un imperio, sino, en el mejor de los casos, una circunscripción electoral, y el genio del general se ve circunscrito a islas que, como Granada o las Malvinas, sólo con lupa pueden localizarse en el globo. Quien quiera regocijarse con el extraordinario encogimiento de la estructura heroica no necesita más que comparar a Churchill con Thatcher, a De Gaulle con Mitterrand. o a Adenauer con KohI. El héroe ha estado investido siempre, como representante del Estado, de un carácter teatral; con su actual elite de poder, la Europa occidental ha completado el camino que va desde el modelo terrorífico hasta el de la imitación ridícula. La comicidad involuntaria de ese clan dirigente que se cree errónea y tercamente instalado en no sé qué cumbres pone de manifiesto que del héroe clásico sólo ha quedado una vulgar caricatura.

El lugar del héroe clásico han pasado a ocuparlo en las últimas décadas otros protagonistas, en mi opinión más importantes, héroes de un nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la demolición, el desmontaje. Tenemos todos los motivos para ocuparnos de estos especialistas de la negociación, pues nuestro continente necesita de ellos si quiere seguir viviendo.

Ha sido Clausewitz, el clásico del pensamiento estratégico, el que ha demostrado que la retirada es la operación más difícil de todas. Esto vale también en política. El non plus ultra del arte de lo posible consiste en abandonar una posición insostenible. Pero si la grandeza de un héroe se mide por la dificultad de la misión con que se enfrenta, se deduce de aquí que el esquema heroico no sólo tiene que ser revisado, sino invertido. Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla.

En cualquier caso, para hacer un héroe no bastan la simple habilidad y la competencia. Lo que hace memorable al protagonista es la dimensión moral de su acción. Pero precisamente en este aspecto encuentran los héroes de la retirada una reserva tan masiva como tenaz. La opinión general se mantiene aferrada, sobre todo en Alemania, al esquema tradicional. Reclama, hoy como ayer, al personaje imperturbable y exige una moral política de principios firmes y válidos para todo, y esto significa también, si es necesario, andar sobre cadáveres. Pero precisamente esta claridad inequívoca es lo que no puede ofrecer en ningún caso el héroe de la retirada. Quien abandona las propias posiciones no sólo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo. Semejante paso no puede tener lugar sin una separación de la persona y su papel. El ethos del héroe se halla precisamente en su ambivalencia. El especialista en desmontaje demuestra su valor moral asumiendo esa ambigüedad.

El paradigma aquí diseñado ha encontrado su realización histórica al amparo de las dictaduras absolutas del siglo XX. Los pioneros de la retirada la dejaron entrever primero de forma velada y oscura. De Nikita Jruschov se podría afirmar que no sabía lo que hacía, que no tenía en absoluto idea clara de las implicaciones de su actuación; al final hablaba de completar el comunismo en lugar de suprimirlo. Sin embargo, él puso, con su famoso discurso ante el 20º Congreso del PCUS, no sólo el germen de su propia caída. Su horizonte intelectual era limitado; su estrategia, torpe; su actitud, autocrática; sin embargo, en coraje civil sobrepasó prácticamente a todos los políticos de su generación. Precisamente su carácter vacilante lo calificó de forma especial para esa tarea. Hoy está patente más que nunca la lógica subversiva de su carrera heroica: con él ha comenzado el desmontaje del imperio soviético.

Todavía aparece de forma más clara la división interior del especialista de derribos en la figura de Janos Kadar. Este hombre, que fue enterrado en Budapest sin pena ni gloria hace un par de meses, pactó con las tropas de ocupación tras el levantamiento fracasado de 1956. Ochocientas sentencias de muerte, se dice, tiene en su haber. Apenas fueron enterradas las víctimas de la represión, Kadar puso manos a la obra de su vida, que le ocuparía durante casi 30 años. La obra consistió en enterrar con paciencia y perseverancia la autocracia del partido comunista. Es digno de atención el hecho de que este proceso discurriera sin grandes turbulencias; contragolpes y mentiras para vivir le han acompañado siempre; maniobras tácticas y compromisos han sido su estímulo permanente. Sin el precedente húngaro, difícilmente habría comenzado el desmoronamiento del bloque oriental; es indiscutible que Kadar marcó aquí un nuevo rumbo. Es asimismo evidente que el jefe húngaro no estaba en condiciones de hacer frente a las fuerzas que él contribuyó a desatar. El sino típico del empresario histórico de derribos está precisamente en que con su trabajo mina siempre también su propia posición. La dinámica que él pone en marcha le arroja a un lado; él es víctinia de su éxito.

Adolfo Suárez, secretario general de Falange Española, se convirtió, tras la muerte de Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmanteló el régimen, despojó de poder a su propio partido unificado y sacó adelante una Constitución democrática: una operación tan difícil como arriesgada, que Suárez llevó a cabo con arrojo personal y brillantez política. Aquí no estaba en acción, como en el caso de Jruschov, un presentimiento vago, sino una conciencia extremadamente clara. Se trataba no sólo de transformar por completo el aparato político, sino también de disponer al Ejército a no moverse; una purga militar habría conducido a una represión sangrienta y probablemente a una nueva guerra civil.

Tampoco este caos se puede abordar con una simple ética de simpatías que sólo distingue entre ovejas blancas y negras. Suárez fue participante y beneficiario del régimen de Franco; si no hubiera pertenecido al círculo más íntimo del poder no habría estado en disposición de abolir la dictadura. Al mismo tiempo, su pasado le aseguró la desconfianza insuperable de todos los demócratas. De hecho, España no le ha perdonado hasta el presente. A los ojos de sus antiguos camaradas, él fue un traidor; a los ojos de aquellos para quienes había abierto el camino, fue un oportunista. Desde que se retiró como típica figura de la transición no ha vuelto a pisar terreno firme. El papel que él representa en el actual sistema de partidos ha quedado más bien oscuro. Una cosa, y solamente una, tiene garantizada el héroe de la retirada: la ingratitud de la patria.

En la figura de Wojciech Jaruzelski, esta aporía moral adquiere incluso rasgos trágicos. EI fue quien salvó a Polonia en 1981 de una inminente invasión soviética. El precio por ello fue la proclamación de la ley marcial. y el arresto preventivo de la oposición, que hoy, bajo su presidencia, rige el país. Este impresionante éxito de su política no le ha salvado de que una parte notable de la sociedad polaca le contemple en silencio todavía hoy con odio. Nadie le aclama: jamás se librará de las sombras de sus acciones. Él había contado desde un principio con ello, y en esto reside su fuerza moral. Jamás se le ha visto sonreír. El gesto tenso y totalmente inexpresivo, los ojos ocultos tras unas gafas oscuras, representan a este patriota como un mártir. Este san Esteban de la política es una figura de formato shakespeariano.

No puede decirse lo mismo de otros rezagados. Egon Krenz y Ladislav Adamec no ocuparán probablemente en la historia más que una nota al pie de página: el uno, como una versión burlesca, y el otro, como la versión hipócrita del retirado heroico. Pero ni la sonrisa irónica del alemán ni el semblante paternal del checo pueden confundir a nadie sobre su indispensabilidad. La versatilidad acomodaticia que se les reprocha ha sido su único mérito. En la quietud paralizante del momento exacto en que se espera a otro y no acontece nada, uno tuvo que carraspear primero, producir ese ruido pequeño, medio ahogado, que pone en movimiento a un alud. "Uno", como decía en cierta ocasión un socialdemócrata alemán, "uno tiene que ser el tirano sanguinario". Setenta años después uno tuvo que sujetar el brazo al tirano sanguinario, por más que eso lo hiciera un polichinela comunista que rompió el silencio de muerte. Nadie le recordará con benevolencia. Pero precisamente esto le hace memorable.

Los epígonos de la retirada se mueven por impulso ajeno. Obran bajo una presión que viene de abajo y de arriba. El verdadero héroe de la renuncia, en cambio, es él mismo, la fuerza motriz. Mijail Gorbachov es el iniciador de un proceso, con el que otros, más o menos voluntariamente, intentan ir al paso. Él representa -como es ya hoy manifiesto- una figura secular. La dimensión clara de la tarea que se ha impuesto es algo sin precedentes. Está empeñado en desmontar el penúltimo imperio monolítico del siglo XX, sin violencia, sin pánico, sin guerras. Si esto será posible o no está por ver. Con todo, nadie habría considerado posible hace unos meses lo que él ha conseguido hasta ahora por ese camino. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta que el mundo ha empezado a entender su proyecto. La inteligencia superior, la valentía moral y la perspectiva amplia de este hombre, todo ello estaba tan lejos del horizonte de la clase política -en Oriente y en Occidente- que ningún Gobierno se ha atrevido a tomarle la palabra.

Tampoco sobre su popularidad en su país podrá Gorbachov hacerse muchas ilusiones. El más grande de todos los políticos de la renuncia se ve allí a cada paso enfrentado al problema de los resultados inmediatos, como si se tratara de anunciar otra vez a los pueblos un futuro prometedor que ofreciera a cada uno, según sus necesidades y de forma gratuita, jabón, cohetes y fraternidad; como si hubiera alguna otra forma de progreso que la retirada; como si no dependieran todas las oportunidades futuras de desarmar al Leviatán y de encontrar el camino que conduce del abismo a la normalidad. Es claro que cada paso por este camino representa un peligro mortal para el protagonista. Por la izquierda y por la derecha está rodeado de enemigos viejos y jóvenes, gritones y mudos. Como corresponde a un héroe, Gorbachov es un hombre muy solitario.

No se trata en todo esto de reclamar un reconocimiento público para los grandes y pequeños héroes del desarme, un reconocimiento que, por lo demás, ni ellos mismos piden. No hacen falta nuevos monumentos. En cambio, es hora ya de tomar en serio a estos nuevos protagonistas y considerar aquello en lo que convienen y aquello en que se distinguen. Una moral política que sólo conoce figuras luminosas y seres desalmados no será capaz de realizar semejante examen.

Un filósofo alemán ha dicho que al final de este siglo no se trata de mejorar el mundo, sino de respetarlo. Este juicio vale no sólo para aquellas dictaduras que actualmente están siendo desguazadas con más o menos arte delante de nuestros ojos. También a las democracias occidentales les aguarda un desarme del que no existe precedente. El aspecto militar no es más que uno entre muchos. Otras posiciones insostenibles que hay que eliminar son las que se refieren a la guerra de deudas con el Tercer Mundo, y la retirada más difícil de todas es la de la guerra que estamos librando desde la revolución industrial contra nuestra propia biosfera.

Sería hora, por tanto, de que nuestros insignificantes políticos tomaran ejemplo de los especialistas del desmontaje. Las tareas que hay que solventar exigen capacidades que hay que estudiar ante todo en los modelos. Así, una política de la energía o del tráfico que merezca tal nombre sólo puede abordarse con una retirada estratégica. Esta política exige el desmontaje de industrias clave que a largo plazo no son menos peligrosas que un partido unificado. El coraje civil que se necesitaría para ello es semejante al que un funcionario comunista necesita cuando se trata de abolir el monopolio dé su partido. En lugar de esto, nuestra clase política se ejercita en posturas necias de vencedores y mentiras de autocomplacencia y vanidad. Triunfa levantando muros y cree que va a dominar el futuro quedándose sentada fuera. Del imperativo moral de la renuncia no siente nada. El arte de la retirada le es ajeno. Nuestra clase política tiene todavía mucho que aprender.


Hans Magnus Enzensberger es escritor. Traducción: Tomás Romera Sanz.
26 DIC 1989. El Pais. España.

La moral de los cínicos. MARIO VARGAS LLOSA

La moral de los cínicos. MARIO VARGAS LLOSA. EL PAIS, ESPAÑA.

En una conferencia sobre la vocación política (Politik als beruf) ante una Asociación de Estudiantes, en Múnich en 1919, Max Weber distinguió entre dos formas de moral a las que se ajustarían todas las acciones humanas "éticamente orientadas": la de la convicción y la de la responsabilidad. La fórmula, que se hizo célebre, contribuyó casi tanto como sus estudios anticipadores sobre la burocracia, el líder carismático o el espíritu de la reforma protestante y el desarrollo del capitalismo al merecido prestigio del sociólogo alemán.A primera vista cuando menos, aquella división parece nítida, iluminadora e irrefutable. El hombre de convicción dice aquello que piensa y hace aquello que cree sin detenerse a medir las consecuencias, porque para él la autenticidad y la verdad deben prevalecer siempre y están por encima de consideraciones de actualidad o circunstancias. El hombre responsable sintoniza sus convicciones y principios a una conducta que tiene presente las reverberaciones y efectos de lo que dice y hace, de manera que sus actos no provoquen catástrofes o resultados contrarios a un designio de largo alcance. Para aquél, la moral es ante todo individual y tiene que ver con Dios o con ideas y creencias permanentes, abstractas y disociadas del inmediato quehacer colectivo; para éste, la moral es indisociable de la vida concreta, de lo social, de la eficacia, de la historia.

Ninguna de las dos morales es superior a la otra; ambas son de naturaleza distinta y no pueden ser relacionadas en un sistema jerárquico de valores, aunque, en contados casos -los ideales- se complementen y confundan en un mismo individuo, en una misma acción. Pero lo frecuente es que aparezcan contrastadas y encarnadas en sujetos diferentes, cuyos paradigmas son el intelectual y el político. Entre estos personajes aparecen, en efecto, quienes mejor ilustran aquellos casos extremos donde se vislumbra con luminosa elocuencia lo diferente, lo irreconciliable de las dos maneras de actuar.

Si fray Bartolomé de las Casas hubiera tenido en cuenta los intereses de su patria o su monarca a la hora de decir su verdad sobre las iniquidades de la conquista y colonización de América, no habría escrito aquellas denuncias -de las que arranca la leyenda negra contra España- con la ferocidad que lo hizo. Pero para él, típico moralista de convicción, la verdad era más importante que el imperio español. También a Sartre le importó un comino desprestigiar a Francia, durante la guerra de Argelia, acusando al Ejército francés de practicar la tortura contra los rebeldes, o ser considerado un antipatriota y un traidor por la mayoría de sus conciudadanos, cuando hizo saber que, como la lucha anticolonial era justa, él no vacilaría en llevar "maletas con armas" del Frente de Liberación Nacional Argelino (FLN) si se lo pedían.

El general De Gaulle no hubiera podido actuar con ese olímpico desprecio a la impopularidad sin condenarse al más estrepitoso fracaso como gobernante y sin precipitar a Francia en una crisis aún más grave que la que provocó la caída de la IV República. Ejemplo emblemático del moralista responsable, subió al poder en 1958, disimulando detrás de ambiguas retóricas e inteligentes malentendidos sus verdaderas intenciones respecto al explosivo tema colonial. De este modo, pacificó e impuso orden en una sociedad que estaba al borde de la anarquía. Una vez en el Elíseo, el hombre en quien una mayoría de franceses confiaba para que salvase Argelia, con suprema habilidad fue, mediante silencios, medias verdades y medias mentiras, empujando a una opinión pública al principio muy reacia, a resignarse a la idea de una descolonización, que De Gaulle terminaría por llevar a cabo no sólo en Argelia, sino en todas las posesiones africanas de Francia. El feliz término del proceso descolonizador que logró, retroactivamente mudó lo que podían parecer inconsistencias, contradicciones y engaños de un gobernante, en coherentes episodios de una visión de largo alcance, en la sabia estrategia de un estadista.

En los casos de Bartolomé de las Casas, Sartre y De Gaulle, y en otros como ellos, todo esto resulta muy claro porque, debajo de las formas de actuar de cada uno, hay una integridad recóndita que contribuye a dar consistencia a lo que hicieron. El talón de Aquiles de aquella división entre moralistas convencidos y moralistas responsables es que presupone, en uno y otros, una integridad esencial, y no tiene para nada en cuenta a los inauténticos, a los simuladores, a los pillos y a los frívolos.

Porque hay una distancia moral infranqueable entre el Bertrand Russell que fue a la cárcel por excéntrico -por ser consecuente con el pacifismo que postulaba- y la moral de la convicción de un Dalí, cuyas estridencias y excentricidades jamás le hicieron correr riesgo alguno y, más bien, servían para promocionar sus cuadros. ¿Debemos poner en un mismo plano las extravagancias malditas que llevaron a un Antonin Artaud a una suerte de calvario y al manicomio y las que hicieron de Cocteau el niño mimado de la alta sociedad y miembro de la Academia de los inmortales?

Pero es sobre todo entre los políticos donde aquella moral de la responsabilidad se bifurca en conductas que, aunque en apariencia se asemejen, íntimamente se repelen. Las mentiras de De Gaulle a los activistas de la Algérie Française -"Je vous ai compris"- cobran una cierta grandeza, en perspectiva, juzgadas y cotejadas dentro del conjunto de su gestión gubernamental. ¿Se parecen ellas, en términos morales, a las miríadas de mentiras que tantos gobernantes profieren a diario con el solo objeto de durar en el poder o de evitarse dolores de cabeza, es decir, por razones menudas y sin la menor sombra de trascendencia histórica? Esta interrogación no es académica, tiene que ver con un asunto de tremenda actualidad: ¿cuál va a ser el futuro de la democracia liberal en el mundo? El desplome del totalitarismo en Europa y parte del Asia ha insuflado, en teoría, nueva vitalidad a la cultura democrática. Pero sólo en teoría, pues, en la práctica, a lo que asistimos es a una crisis profunda del sistema aun en países, como Francia o Estados Unidos, donde parecía .Más arraigado e invulnerable. En muchas sociedades emancipadas de la tutela marxista, la democracia funciona mal, como en Ucrania, o es una caricatura, como en Serbia, o parece pender de un hilo, como en Rusia y Polonia. Y en América Latina, donde parecía haber sido vencida, la bestia autoritaria ha vuelto a levantar cabeza, en Haití y Perú, y acosa sin descanso a Venezuela.

Una triste comprobación es que, en casi todas partes, para la mayoría de las gentes la democracia sólo parece justificarse por contraste con lo que anda peor, no por lo que ella vale o pudiera llegar a valer. Comparada con la satrapía fundamentalista de Irán, la dictadura de Cuba o el régimen despótico de Kim il Sung, la democracia parece preferible, en efecto. Pero ¿cuántos estarían dispuestos a meter sus manos al fuego -a defender con sus vidas- en un sistema que, además de mostrar una creciente ineptitud para resolver los problemas, parece en tantos países paralizado por la corrupción, la rutina, la burocracia y la mediocridad?

En todas partes y hasta el cansancio se habla del desprestigio de la clase política, la que habría expropiado para sí el sistema democrático, gobernando en su exclusivo provecho, a espaldas y en contra del ciudadano común. Esta prédica, que ha permitido a Jean Marie Le Pen y al neofascista Front National echar raíces en un espacio considerable del electorado francés, se halla en boca del aprendiz de dictador peruano, Fujimori quien despotrica contra la partidocracia, y es el caballito de batalla del tejano Ross Perot, quien podría dar la gran sorpresa en las elecciones de Estados Unidos derrotando, por primera vez en la historia de ese país, a los partidos tradicionales.

Excluido todo lo que hay de exageración y de demagogia interesada en esas críticas, lo que queda de verdad es todavía mucho, y muy peligroso para el futuro del sistema que, pese a sus defectos, es el que ha traído más prosperidad, libertad y respeto a los derechos humanos a lo largo de la historia. Y lo más grave que queda es la distancia, a veces grande y a veces enorme, entre gobernantes y gobernados en la sociedad democrática. La razón principal -de este alejamiento e incomunicación entre el ciudadano común y aquellos que, allá arriba, en los alvéolos de la Administración, en los gabinetes ministeriales o en los escaños parlamentarios, deciden su vida (y a veces su muerte) -la clase política- no es la complejidad creciente de las responsabilidades de gobierno, y su consecuencia inevitable, tan bien analizada por Max Weber, la burocratización del Estado, sino la pérdida de la confianza. Los electores votan por quienes legislan y gobiernan, pero, con excepciones cada vez más raras, no creen en ellos. Van a las urnas a depositar su voto cada cierto tiempo, de manera mecánica, como quien se resigna a un ritual despojado de toda sustancia, y a veces ni siquiera se toman ese trabajo: el abstencionismo, fenómeno generalizado de la democracia liberal, alcanza en algunos países cotas abrumadoras.

Esta falta de participación es ostensible en ocasión de los comicios; pero es aún más extendida, y ciertamente más grave, en el funcionamiento cotidiano de esas instituciones claves de una democracia, que son los partidos políticos. Aquella no es concebible sin éstos, instrumentos nacidos para asegurar, de un lado, el pluralismo de ideas y propuestas, la crítica al poder y la alternativa de gobierno, y, de otro, para mantener una comunicación permanente entre gobernados y gobernantes, la escala local y nacional. Los partidos democráticos cumplen cada vez menos con esta última función porque en casi todas partes -democracias incipientes o avanzadas- se van quedando sin militantes, y el desafecto popular los convierte en juntas de notables o burocracias profesionalizadas, con pocas o nulas ataduras al grueso de la población, de la que un partido recibe el flujo vital que le impide apolillarse.

Se esgrimen muchas explicaciones de este desgano colectivo para con unas instituciones de cuya renovación y creatividad permanentes depende en buena medida la salud de una democracia, pero muchas de ellas suelen confundir el efecto con la causa, como cuando se dice que los partidos políticos no atraen adhesiones porque carecen de líderes competentes, de dirigentes dotados de aquel carisma de que hablaba Weber (sin imaginar qué clase de líder carismático le sobrevendría muy pronto a Alemania). La verdad es la inversa, claro está: aquellos dirigentes no aparecen porque las masas ciudadanas se desinteresan de los partidos. Y de la vida política, en general. (No hace mucho leí una encuesta, sobre el destino de los jóvenes graduados con los' calificativos más altos en las universidades norteamericanas: la gran mayoría elegía las corporaciones y, después, distintas profesiones liberales; la política era elección de una insignificante minoría).

La falta de fe, la pérdida de confianza del ciudadano común en sus dirigentes políticos -cuyo resultado es la pérdida de autoridad de la clase política en general- se debe, básicamente, a que la realidad ha convertido en un simulacro bochornoso aquella moral de la responsabilidad, supuestamente connatural al político, que Max Weber distinguió con sutileza de la moral de la convicción, lujo de irresponsables. Una suerte de consenso se ha establecido que hace de la actividad política, en las sociedades democráticas, una mera representación, donde las cosas que se dicen, o se hacen, carecen del respaldo de las convicciones, obedecen a motivos y designios opuestos a los confesados explícitamente por quienes gobiernan, y donde las peores picardías y barrabasadas se pueden justificar en nombre de la eficacia y del pragmatismo. En verdad la sola justificación que tienen es la tácita aceptación a que ha llegado la sociedad de que la política es un espacio reservado y aparte, parecido a aquel que definió Huizinga para el juego, con sus propias reglas y su propio discurso y su propia moral, al margen y a salvo de las que regulan las del hombre y la mujer del común.

Es esta cesura entre dos mundos impermeabilizados entre sí lo que está emprobreciendo a la democracia, desencantando de ella a muchos ciudadanos y volviéndolos vulnerables a los cantos de sirena xenófobos y racistas de un Le Pen, a la chamuchina autoritaria de un Fujimori, a la demagogia nacionalista de un Vladimir Meciar, o al populismo antipartidos de Ross Perot, y lo que mantiene todavía viva la romántica solidaridad en muchos beneficiarios de la democracia con dictaduras tercermundistas.

Por eso conviene, como primer paso para el renacimiento del sistema democrático-, abolir aquella moral de la responsabilidad que, en la práctica -donde importa-, sólo sirve para proveer de coartadas a los cínicos, y exigir de quienes hemos elegido para que nos gobiernen, no las medias verdades responsables, sino las verdades secas y completas, por peligrosas que sean. Pese a los indudables riesgos que implica para un político no mentir, y actuar como lo hizo Churchill -ofreciendo sangre, sudor y lágrimas a quienes lo habían llamado a gobernar-, los beneficios serán siempre mayores, a mediano y largo plazo, para la supervivencia y regeneración del sistema democrático. No hay dos morales, una para los que tienen sobre sus hombros la inmensa tarea de orientar la marcha de la sociedad, y otra para los que padecen o se benefician de lo que aquéllos deciden. Hay una sola, con sus incertidumbres, desafíos y peligros compartidos, - en la que convicción y responsabilidad son tan indisociables como la voz y la palabra o como las dos caras de una moneda.


Copyright , 1992. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario El País, SA, 1992.La moral de los cínicos. MARIO VARGAS LLOSA 13 JUL 1992. EL PAIS, ESPAÑA.

lunes, 27 de julio de 2015

La oportunidad de los gemelos. Por: Armando Montenegro

La oportunidad de los gemelos

Armando Montenegro
LOS GENES DE UNA PERSONA PUEden determinar, al menos parcialmente, sus posibilidades académicas, laborales y económicas.
Por: Armando Montenegro
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Por esta razón, cuando dos gemelos idénticos se separan al nacer y crecen en ambientes diferentes, la brecha entre los logros en sus vidas puede atribuirse a las distancias entre sus respectivos entornos familiares, económicos y sociales.
Es por este motivo que el caso del intercambio de dos gemelos en una clínica de Bogotá, reportado por el NYT, dice mucho sobre la movilidad social en Colombia. Como si fueran mellizos verdaderos, dos niños completamente distintos se criaron en la zona rural de Santander en medio de la pobreza extrema, mientras que otros dos, cada uno con genes idénticos a los de sus hermanos campesinos, crecieron y se educaron en Bogotá en un medio de estrato 2 o 3, con acceso a servicios públicos y a educación básica.
Los dos niños campesinos sólo fueron a la escuela hasta los 12 años, vivieron en una precaria casa de madera sin baño ni luz, en un paraje situado a cinco horas de un pueblo remoto. Los de Bogotá, en cambio, habitaron una pieza con nevera y televisión en una casa de su abuela; su mamá trabajó en el servicio doméstico, pero se aseguró de que asistieran a un colegio público y, más adelante, que adelantaran, al menos parcialmente, estudios universitarios.
Los dos campesinos, luego de hacer el servicio militar, terminaron en Bogotá como carniceros. Los otros, al tiempo que asistían a una universidad nocturna, desempeñaban trabajos de oficina, uno en asuntos de contaduría, el otro en el diseño de tubos para oleoductos.
Los carniceros tienen un nivel de vida superior al de sus padres, quienes permanecieron en La Paz, Santander. Y los dos profesionales también viven bastante mejor que su madre, quien murió antes de ver su progreso económico. Pero los que estudiaron en Bogotá gozan de mayores ingresos que los que pasaron su infancia en el campo (también alcanzaron una mayor estatura corporal).
Todo se originó en un error del hospital. Uno de los gemelos tuvo la mala fortuna de crecer en una zona rural con agudas carencias, mientras que el otro, en la ciudad, se benefició de mejor alimentación y más educación.
La diferencia económica y social entre las dos parejas quedó marcada por el abismo entre las condiciones de los hogares en que crecieron. No dependió de sus esfuerzos ni aptitudes, en alguna medida influidos por sus genes. Este hecho prueba nítidamente la escasa movilidad social en Colombia.
Los expertos señalan que en una sociedad existe igualdad de oportunidades si los resultados que obtiene una persona en su vida (ingreso, educación, consumo) no dependen de las condiciones en que nació y creció, sino únicamente de su propio esfuerzo. Si, por ejemplo, el hecho de ser mujer, indígena, afrocolombiano, campesino o miembro de una familia sin educación hace que una persona esté predeterminada para ser pobre, es una señal inequívoca de que en el país no hay igualdad de oportunidades.
El caso de los gemelos separados es un experimento natural que ilustra bien lo que han señalado expertos como Ferreira y Meléndez sobre la desigualdad de oportunidades en toda la sociedad colombiana. Ver su trabajo en https://goo.gl/ZnUIUw.
TOMADO DE ELESPECTADOR.COM, JULIO 26 DE 2015.


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    Poder de jure y poder de facto. Por: Alejandro Reyes Posada

    Poder de jure y poder de facto. 

    Por: Alejandro Reyes Posada
    “Para no degradarse el rebelde tiene que admirar el orden que combate”, Nicolás Gómez Dávila (Escolios I, 154).
    EN SU ESENCIA, EL ACUERDO DE PAZ con las guerrillas es un intercambio de reconocimientos, en el que las guerrillas reconocen el poder de jure del Estado, a cuyas reglas se someten, y el Estado reconoce el poder de facto de las guerrillas para luchar, sin armas ni violencia, por sus objetivos sociales y políticos. Si las Farc no reconocen el poder jurídico del Estado para dictar reglas con medios democráticos y para aplicar la justicia a los infractores de las reglas, no pueden aspirar a ser aceptadas como rebeldes legítimas de la comunidad política a la que pretenden ingresar.
    El Estado, si las aceptara, negaría su esencia, que prohíbe los medios violentos para buscar fines, con sólo tres excepciones: la legítima defensa, la huelga y la protesta ciudadana, que son poderes de facto aceptados por la democracia y sometidos a reglas que los limitan. El problema colombiano ha sido asegurar la supervivencia del Estado frente a los poderes de facto de las guerrillas, los paramilitares y las mafias, que retan de distinta manera su poder de jure.
    La destrucción de los grandes carteles del narcotráfico, los falsos jugadores del sistema capitalista, fue un éxito del Estado, así como la desmovilización de los paramilitares, los falsos aliados del sistema, consolidó el poder legal. Ambos logros fueron parciales, es cierto, pero el poder relativo contra ellos es ahora muy superior. Esos conflictos tuvieron un alto costo en legitimidad, transparencia y eficacia de las instituciones democráticas y de la justicia, pero haberlos librado evitó la disolución del poder estatal.
    El siguiente reto es acordar la paz con las guerrillas, los enemigos del juego democrático, y el reto supone abrir la democracia para incorporar en sus debates y decisiones los objetivos políticos de las organizaciones que surjan de la desmovilización de las guerrillas. En adelante, la democracia tendrá que reconstruirse sin apelar al enemigo interno ni tratar como enemigas a las organizaciones políticas de oposición, que son los recursos con los que se han tramitado, y represado, el descontento y la protesta social. Separar política y armas será una regla para todos, incluido el Estado, que restringe el uso de la fuerza al necesario para combatir el crimen violento y aplicar justicia a los responsables.
    La justicia transicional reconoce el carácter político y colectivo de las acciones criminales que dañaron a las víctimas y por eso admite que se penalice sólo a los máximos responsables por los crímenes más graves, considerados crímenes contra la humanidad, para los cuales no acepta el perdón sin justicia. No es justicia para criminales comunes, y por eso puede adoptar formas flexibles y temporales, con alternativas como las de contribuir a la reparación y reconstrucción de los daños causados, que premian la voluntad de relatar la verdad, pedir perdón a las víctimas y convencerlas de su disposición a convivir sin violencia ni amenazas de violencia, que es lo mismo.
    La justicia transicional es el rito de pasaje obligado de la transformación de los rebeldes en participantes legítimos de la vida democrática, pues un Estado es una fuerza legítima que dicta y aplica las reglas y juzga y sanciona a los infractores.
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      TOMADO DE ELESPECTADOR.COM. DOMINGO 26 DE JULIO DE 2015

      Paramilitarismo hoy.

      Paramilitarismo hoy


      Por: Alfredo Molano Bravo
      LAS NEGOCIACIONES EN LA HABANA andan más rápido que el llamado desescalamiento.


      El cese unilateral se inicia por parte de las Farc el 20 de julio; el presidente lo da por hecho y asegura que las elecciones de octubre serán ejemplarmente pacíficas. El vicepresidente, sin embargo, pregunta con cierta insidia que por qué razón el 15 de julio no es 20 de julio. El cese el fuego es tema del día. Tema de muchas patas. Una de ellas es la existencia del paramilitarismo hoy.
      Uribe sacó de su sombrero aguadeño un pañuelo amarillento —abra cadabra, pata de cabra— y sentenció: Los paramilitares se esfumaron. Sus asistentes agregaron sumisos: Así es. A los que no se les ha avisado, se llamarán desde este histórico día Bandas Criminales Emergentes (Bacrim). ¡Un auténtico cambiazo! En el año 2013, la Defensoría del Pueblo denunció que había “presencia de Bacrim en al menos 409 municipios en 31 departamentos del país”.
      El paramilitarismo tiene una larga y sangrienta historia y se diría que es una forma de reaccionar de la extrema derecha, favorecida por sus íntimos vínculos con el Estado y con las fuerzas militares y de policía. Durante la época de la Violencia (1946-1962) se organizaron cientos de grupos civiles armados: los chulavitas en Boyacá, los pájaros del Valle y las guerrillas de paz en los Llanos, protegidos todos por los directorios conservadores, consentidos por los gobiernos y armados por la fuerza pública. Actuaban como paramilitares en el sentido en que eran cuerpos auxiliares del Ejército y de la Policía. No se puede decir lo mismo de los grupos armados liberales ni de los comunistas, puesto que carecieron del apoyo oficial. Rojas los amnistió a todos. En la presidencia de Guillermo León Valencia (1962- 1966) se dictaron decretos y leyes que autorizaron legalmente armar grupos civiles para defender el orden público, medidas que se complementaron luego con el Estatuto de Seguridad, decretado por el general Camacho Leyva en el gobierno de Turbay Ayala. Las detenciones arbitrarias, la tortura y la desaparición forzada fueron el pan de cada día de la inconformidad. La represión se hizo masiva, pero cuando tocó a las clases medias, la lucha por los Derechos Humanos se hizo visible y detuvo la brutalidad. La extrema derecha buscó entonces, amparada en la ley, organizar cuerpos paramilitares regulares con la colaboración de los narcotraficantes, de los ganaderos, de los transportadores y, naturalmente, de las manzanas podridas —muchas, muchas— de la fuerza pública. Días interminables y negros de sangre, de masacres, de matanzas. Fue la respuesta de una extrema derecha impotente ante el crecimiento de las guerrillas y la formidable organización popular de la década de los 80. Según el informe del Centro de Memoria Histórica, el conflicto les ha costado la vida a 166.069 civiles desde 1985. Pero más allá de golpear el movimiento social, fue también una estrategia para sabotear los acuerdos de paz de La Uribe, Tlaxcala y el Caguán, e inclusive la Constituyente del 91. Es el recurso acostumbrado cuando se toca el statu quo. Es la regla del oro. El paramilitarismo es un arma recurrente y espasmódica de la extrema derecha, más peligrosa y acerada en cuanto los acuerdos de paz amenazan —y así debe ser— los privilegios sociales nacidos, criados y defendidos por la guerra. La Unidad de Fiscalías contra las Bandas Emergentes denunció en 2013 que “de los 208 investigados, 114 pertenecen a la fuerza pública, diez son concejales o aspirantes a concejos municipales, y siete son alcaldes o candidatos a ese cargo. También se encuentran jueces, fiscales, asistentes, investigadores del CTI, exdetectives del DAS, secretarios judiciales y hasta el coordinador de una Casa de Justicia”.
      Desde Betancur, el paramilitarismo se les ha salido de las manos a todos los gobiernos cuando la paz aparece en el horizonte. Quizá no estemos viviendo una época de excepción. Pero si el poder civil tiene realmente el control sobre la fuerza pública, el paramilitarismo carece de juego y se volvería un mero asunto de policía. El reto de Santos es gigantesco: Si quiere hacer historia, tendrá que retarla. Y en ese intento hay que acompañarlo.
      PUNTO APARTE. Propongo que la pregunta para la consulta antitaurina sea: ¿Cree usted que las minorías deben ser aplastadas?
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